13 mayo 2006

LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE

Es curioso lo que ocurre con el western. Los de mi generación nunca conocimos su momento de gloria: cuando las tardes de los sábados ponían alguna película de ésas que ahora sólo pueden verse en canales especializados, DVDs o filmotecas sesudas, y la primera imagen (por entonces no éramos repolludos y no hablábamos de planos, ni travellings, ni cosas así) era un desierto americano, un río o (¡lo peor de todo!) un tío a caballo con sombrero vaquero, maldecíamos nuestra mala suerte: ese sábado, la peli era para nuestros padres o abuelos, no para nosotros. Incluso preferíamos las de guerra, aunque fuera Objetivo Birmania, que por lo menos nos recordaba a unas pijas insoportables que cantaban lo de "yo no sé por qué se enfada Raquel, si llamo a su novio y quedo con él..."

Luego, con el tiempo y la ayuda de, entre otros, san Clint, resultó que el western era el gran género norteamericano, el único inventado por ellos, como el musical o el cine negro (al menos, eso dice Scorsese, que algo de eso sabrá, digo yo). Y ocurrió algo extraño, porque accedimos al cine del oeste a partir de las películas que desmitificaban los grandes clásicos, las historias de vaqueros buenos buenísimos y forajidos tremendamente malos. Y eso es lo raro porque,
¿cómo se puede desmitificar algo que previamente nunca has mitificado?

De hecho, y en realidad, desde las últimas películas de John Ford, y ya plenamente con los Peckinpah, Leone, Eastwood (y sus caricaturas, claro: no nos olvidemos de los ínclitos Bud Spencer y Terence Hill, curiosamente los únicos westerns que veíamos y disfrutábamos), se inauguró más bien un subgénero, el de los vaqueros guarros, sucios y malolientes, en los que no se sabía muy bien quién era bueno y malo, en el que los indios no merecían morir, y los saloons no pasaban de misérrimos prostíbulos donde tenías suerte si sólo cogías una simple gonorrea.

Duelo en la alta sierra está a medio camino entre uno y otro. Todavía hay una épica, remarcada por los grandes paisajes naturales, que desaparecerá en Grupo salvaje o La balada de Cable Hogue, pero aquí ya vemos, un poco como anticipaba El hombre que mató a Liberty Valance, pero en más, a dos viejas glorias como Randolph Scott y Joel McCrea a punto de desaparecer del mapa: el clásico poblado del Oeste ya tiene hasta policías y todo y, aunque aún no han instalado parquímetros, el tráfico está regulado. Incluso hay automóviles ruidosos y renqueantes que levantan más polvo que los caballos.

Hay melancolía en la película, sí; pero aún no hay amargura. Todavía es posible morir con dignidad, y si no ahí tenemos el extraordinario plano final (se nota que han pasado ya muchos sábados desde que sólo veíamos imágenes, ¿eh?) en el que Joel McCrea mira por última vez la Alta Sierra antes de darse la vuelta y morir a un lado. Los años posteriores se encargarían de decirnos que eso era mentira; que, simplemente, los viejos vaqueros morían pobres, cirróticos y maldiciendo un mundo donde nadie escucha sus batallitas. Pero eso sería luego, cuando avanzasen los contestatarios sesenta y setenta, y los jóvenes pasaran a no creerse nada de nada (eran tiempos anteriores a Internet y la Wikipedia, entiéndanlo).

Tal vez por eso mantenga tanta fuerza; pero, en realidad, no hablamos del western, sino de ese subgénero que, que yo sepa, no tiene nombre; algo así como lo-que-pudo-haber-sido-y-no-fue, pero a caballo y mascando tabaco. Luego, incluso las vacas se transformaron en ovejas; pero eso, como dice el tópico, es otra historia, y merece ser contada en otra ocasión. O no.

DUELO EN LA ALTA SIERRA. Ride the High Country. EE. UU., 1962. 90 min. Color. Director: Sam Peckinpah. Intérpretes principales: Joel Mc Crea, Randolph Scott, Mariette Hartley, Edgar Buchanan, Ron Starr. Guión: N. B. Stone, Jr. Música: George Bassman. Fotografía: Lucien Ballard. Producida por: Richard E. Lyons. Vista en: DVD (Warner)

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