29 julio 2006

PARA VER EN EL TREN (O EN EL BUS)

Comparto con una amiga una clasificación de la calidad de las películas seguramente no muy ortodoxa, pero que a nosotros nos va de perlas, porque nos sirve para saber al instante qué podemos esperar de un título: son las que decimos que "son para ver en el tren" (en mi caso, porque es el medio que más utilizo para los viajes largos) o "en el bus" (en el suyo, por las mismas razones).

¿Qué tipo de películas son ésas? Pues las que sin ser estrictamente buenas, son entretenidas, amables (para que justifiquen el esfuerzo de tener el cuello estirado para ver la pantalla) y, sobre todo, se dejan ver sin pensar, tan fáciles de seguir en su desarrollo que hasta puedes echar una cabezadita en medio de la historia que no pasa nada, te vuelves a subir en marcha y tan ricamente.

Pues bien, Poseidón es 100 % una película para ver en el tren, o en el bus, o en el avión... en todos los sitios menos en un barco, supongo (aunque existe un crucero que se llama como la película, lo que denota un curioso sentido del humor del propietario de la naviera). E incluso es para ver en el cine, si es que uno rebaja sus expectativas y simplemente quiere pasarse poco más de una hora y media (tiene una duración absolutamente agradecida y la historia va al grano a los cinco minutos, lo que no es poca cosa en los tiempos grandilocuentes que corren) dejándose llevar por imágenes que va a olvidar en cuanto ponga un pie en la calle y se ponga a decidir con el/la/los/las acompañante/s a qué terraza ir a tomarse unas cañitas y unas racioncitas.

Y ello es porque, básicamente, Poseidón, a pesar de la pátina de espectacularidad que tienen varias de sus escenas (es impresionante el largo e imposible travelling inicial, en el que una cámara subacuática nos muestra la quilla del barco y luego emerge, vemos el crucero en todo su esplendor para luego recorrerlo de propa a popa, siguiendo en un momento al personaje de Josh Lucas mientras corre para luego dejarle, dar la vuelta al buque, subir una planta y terminar de nuevo con Lucas que se detiene a contemplar el mar... una auténtica maravilla que abre de la mejor manera la película), un telefilme hinchado a formato cine. Tanto es así que, como en éstos, uno acaba asistiendo más a una historia intimista, a pesar de las inundaciones y grandes escenarios que va recorriendo el grupo protagonista.

De todas formas, que la palabra "intimista" no nos llame a engaño, porque aquí no hay una tensión como la que sí lograba el director en El submarino o La tormenta perfecta, en las que se escondía una recreación de la fragilidad y absoluta soledad del hombre cuando se queda atrapado en la vastedad del océano, sea por debajo, como en la primera, o por encima, en la segunda. Los personajes tienen tan poca definición que en el fondo te da igual que vivan o mueran, se sacrifiquen o sean sacrificados (atentos a la escena del hueco del ascensor y el camarero, de una contundencia difícil de ver en una película de puro entretenimiento como ésta), a pesar de que no se puede negar que los actores están correctos, y siempre es agradable reencontrarse con alguien tan eficaz como Kurt Russell (Richard Dreyfuss simplemente está ahí, puesto por el Ayuntamiento; creo que vamos a tener que ir aceptando que es mal actor, y que fueron más mérito de Spielberg que de él sus interpretaciones en Tiburón y Encuentros en la tercera fase). El resto, empezando por un excelente Lucas, hacen lo que tienen que hacer, excepto un despistado Kevin Dillon y un directamente asfixiable (o ahogable, en este caso) niño.

Poco más: ni siquiera escenas sobre el papel tan brutales como la de la discoteca, donde vemos cómo mueren de repente electrocutados todos los supervivientes menos los cuatro que luego se unirán a la pandilla de buscadores de la salida te ocasionan un verdadero impacto, tanta es tu escasa identificación con lo que está pasando. Pero no se le puede negar a Wolfgang Petersen una honradez de carta cabal: lo que hay es lo que ves y no pretende ir de otra cosa; estamos lejos, pues, del despropósito megalómano de Troya. Y con eso le perdonamos algunos fallos clamorosos de guión (como el juego absurdo con las hélices succionadoras).

Pues eso, Isa, que sepas que ésta es ideal para el bus (o para el tren).

P. S. Y SPOILER: Mirito Torreiro, en su crítica de El País, apunta el dato sociológico de que en la película sólo sobreviven profesionales liberales, porque todos los trabajadores e inmigrantes polizones mueren. Yo iría más allá: encima, su sacrificio resulta necesario para que se salven los adinerados y WASP de pura cepa. ¿Será intencionado, o le estaremos buscando tres pies al gato a una peli que, en realidad, no da para tanto?

POSEIDÓN. Poseidon. EE. UU., 2006. Color, 99 min. Director: Wolfgang Petersen. Intérpretes: Josh Lucas, Kurt Russell, Jacinda Barrett, Richard Dreyfuss, Jimmy Bennet, Emmy Rossum, Mike Vogel, Mía Maestro, Andre Braugher, Kevin Dillon. Guión: Mark Protosevich, según la novela de Paul Gallico Fotografía:John Seale. Música: Klaus Badelt. Producción: Mike Fleiss, Akiva Goldsman, Duncan Henderson, Wolfgang Petersen. Vista en: Cine.

26 julio 2006

PORQUE SUEÑO, YO NO ESTOY LOCO


Si suele haber una película que marque ese punto concreto en el que uno deja de ser un espectador de cine para convertirse en algo más, ese estado que ha venido en denominarse "cinefilia" y que tiene un sonido tan parecido al de ciertas desviaciones y perversiones, el mío va asociado, en gran parte, a un título único, una rara avis que me hizo comprender que una película podía albergar una experiencia mucho más intensa, rica e íntima de lo que hasta entonces había creído. Esa película fue Léolo, de Jean-Claude Lauzon (a la que seguiría, poco después, Europa, de Lars Von Trier).

No llevaba mucho tiempo en Madrid, ciudad a la que me vine a estudiar desde mi Asturias natal, y fue por entonces, a través de las actividades del cine-club del Colegio Mayor donde me alojaba, cuando fui dando los pasos que me llevaron a descubrir la versión original subtitulada, los ciclos de clásicos, y que se podía hablar durante horas de cine, incluso discutir y enfadarte, sin agotar nunca los temas. Pero no fue hasta una sesión de las 16 h., en los por entonces nuevos cines Renoir de Cuatro Caminos, cuando permanecí durante algo más de hora y media literalmente subyugado, atado a la pantalla.

Recientemente, tuve la oportunidad de poner la película a un grupo de estudiantes universitarios que tenían que hacer un trabajo sobre ella. Al leerlos, me di cuenta de la distancia que puede separar, por muchos motivos (la edad, el distinto cine que uno ha visto de niño y adolescente, la diferencia entre una sala de cine y el DVD, etc.), la apreciación de una obra de arte. Su reacción ante la película fue muy diversa, pero creo que en ningún caso hubo una fascinación parecida a la mía; enfrentar nuestros gustos y experiencias al de alguien que no tenga demasiado que ver con nosotros puede ser tremendamente aleccionador.

Y sin embargo, a pesar de reconocer que es posible que Léolo no sea la obra maestra que un día creí que era, sigo asomándome a ella con la sensación de contemplar una obra exacerbada, ambiciosa, que rastrea la belleza debajo de la sordidez de una familia imposible en la que todos sus miembros están locos. Sólo el pequeño Léolo, un imposible crío que piensa y escribe como un erudito a pesar de haberse leído sólo un libro en su vida, el único que hay en su casa y que se utiliza para calzar la mesa de la cocina, luchará desesperadamente para no caer en esa locura y repetirá su frase talismán: "Porque sueño no estoy loco. Porque sueño, yo no lo estoy".

Léolo oscila a veces al borde del desastre: las ensoñaciones del protagonista con Bianca, la vecina italiana de la que está perdidamente enamorado, rayan a veces en lo cursi; el uso de las canciones, absolutamente heterodoxo (Tom Waits y Loreena McKennitt, la Misa Criolla y los Rolling...), parece sobre el papel no encajar para nada en el conjunto... Y sin embargo, por esas casualidades que tan pocas veces se dan, lo que parecen puntos débiles se transforman en puntos fuertes y dotan a la película de su hálito poético, un hálito que en algunos momentos es tan potente, que extrae oro de los momentos más chabacanos (la prodigiosa escena del Léolo bebé sentado en el orinal mientras observa a una fantasmal pava que ocupa la bañera sucia) y se eleva por encima del tremendismo que salpica el metraje.

Decía recientemente Enrique González Macho, al hablar del vigésimo aniversario de los cines Renoir, que Léolo había sido para él la película más especial exhibida en sus salas en todo ese tiempo, en parte porque, gracias a su apuesta, consiguió en España el modesto éxito que no tuvo en ningún otro país, incluido el Canadá original de su director, muerto poco después en un accidente de avión sin haber rodado la que iba a ser su siguiente película.

Para mí, por razones más modestas, se me quedó grabada a fuego, porque terminé la sesión con los ojos arrasados y salí a la luz del día en total estado de shock, mientras resonaban (y aún resuenan) en mi mente las últimas palabras escritas por Léolo, leídas por el Domador de Palabras sobre los acordes de The Lady of Shalott: "Ya no sueño. Ya no sueño".

¡Cuánto temor desde entonces a que esas palabras se volviesen realidad!

LÉOLO. Léolo. Francia-Canadá, 1992. Color, 107 min. Director: Jean-Claude Lauzon. Intérpretes: Maxime Collin, Ginette Reno, Julien Guiomar, Pierre Bourgault, Giuditta del Vecchio, Denys Arcand, Yves Montmarquette, Roland Blouin, Geneviève Samson. Guión: Jean-Claude Lauzon. Fotografía: Guy Dufaux. Música: Gilbert Bécaud. Productores: Aimeé Danis, Lyse Lafontaine. Vista en: DVD (Cameo).

24 julio 2006

TONY SCOTT Y LOS POKEMON

Al ver la última película de Tony Scott, uno no puede evitar acordarse de aquellos dibujos animados japoneses (no recuerdo cuáles) que fueron acusados de producir convulsiones y ataques epilépticos en los niños por los destellos y juegos de colores empleados (y que dieron pie a una divertida parodia en un episodio de Los Simpson). De hecho, y dado el agotamiento cerebral y retinal con que uno sale del visionado de Domino, a todas luces excesivo ante el encefalograma casi plano al que nos lleva el calor imperante, uno se pregunta cómo es posible que una película de casi dos horas repletas de agresiones visuales y sonoras no ocasione un efecto similar en el pobre espectador que se ve atrapado en una situación parecida a la del pobre Alex de La naranja mecánica.

La explicación a por qué no se produce tan contundente reacción no es otra que, por encima de la saturación de desfasada pseudomodernez videoclipera, la sensación que invade al espectador es la de un profundo y contundente aburrimiento. Y no deja de ser un crimen que alguien pueda convertir en aburrida una historia tan apasionante (independientemente del porcentaje de realidad que tenga, ya que está basada en una historia "más o menos" real, según nos informan los títulos de crédito) como la de la modelo hija de modelo y actor que, aburrida de su diseñada vida de pija de Beverly Hills, decide meterse a una adrenalítica vida como cazarrecompensas.

A lo mejor es que la pretensión de Tony Scott ha sido reproducir en la pantalla su vertiginoso ritmo de vida, y se encuentra de lo más rompedor con los descafeinados toques de humor negro a lo Tarantino que aparecen tímidamente aquí y allá. Pero bajo la carcasa de falsa vanguardia (¡qué desfasada está ya esta estética ochentera, por Dios!) se oculta un producto absolutamente conservador, que tiene más de telefilme de lo que su aparente posmodernidad pretende ocultar, hasta el punto de que algo tan crucial en la vida de Domino Harvey, como al parecer fue su experiencia con las drogas (de hecho, no llegó a ver terminada la película, pues murió el año pasado por sobredosis), simplemente desaparece. Así que, mira tú por donde, al final nos hallamos más cerca del biopic edulcorado de lo que la aparente fiereza de la historia parecía sugerir.

De nada sirve que el guión tenga hallazgos interesantes, como la burla a la emblemática Sensación de vivir, el exacerbado orgullo racial o la (estereotipada y bastante roma) crítica a la televisión basura: todo queda subsumido en el espasmódico y caótico envoltorio. Y en cuanto a las interpretaciones, creo haber percibido que los actores están bien, que me parece haber visto aquí y allá a Christopher Walken y Jacqueline Bisset (y a un patético Tom Waits, que uno se pregunta cómo se dejó engañar para meterse en esta locura), y hasta a una Mena Suvari bastante missing desde los baños en pétalos de rosa de American Beauty. Pero no podría afirmarlo, la verdad: estaba demasiado agotado por el esfuerzo en evitar el definitivo desmembramiento cerebral.

En fin, y como resumen, habría que decir que el hiperventilado hermano de Ridley ha logrado marcarse una nueva marca: si en Amor a quemarropa no logró destrozar un buen guión (a pesar del mucho esfuerzo que puso), en Domino se ha superado a sí mismo, convirtiendo otro al menos interesante en uno de los mayores bodrios que pueden verse ahora mismo en pantalla. Francamente, tengo mis serias dudas de que Cariño, estoy hecho un perro pueda ser peor que esta auténtica y mediocre tomadura de pelo.


DOMINO. Domino. Francia, EE. UU., 2005. Color, 127 min. Director: Tony Scott. Intérpretes: Keira Knightley, Mickey Rourke, Edgar Ramirez, Riz Abbasi, Macy Gray, Lucy Liu, Delroy Lindo, Mo'Nique, Christopher Walken, Ian Ziering, Brian Austin Green, Mena Suvari, Jacqueline Bisset, Tom Waits. Guión: Richard Kelly. Música: Harry Gregson-Williams. Fotografía: Daniel Mindel. Productores: Skip Chaisson, Samuel Hadida, Tony Scott. Vista en: Cine.

20 julio 2006

UN RÍO MÍSTICO... ¿Y FASCISTA?

Existe un consenso casi universal en afirmar que Clint Eastwood es uno de los pocos clásicos vivos, un director en el que aún puede rastrearse la huella de un cine a punto de desaparecer, y que entronca con los grandes maestros que hicieron grande a Hollywood. Incluso ha protagonizado tesis doctorales, en las que a través de su carrera cinematográfica se sigue con claridad la evolución del estereotipo masculino en el imaginario estadounidense (lo que vale decir en prácticamente todo el mundo occidental).

Existe también casi unanimidad en señalarle como uno de los escasísimos creadores libres que, mientras firman una extensa, y en muchos casos extraordinaria, filmografía, son capaces de mantener un juego de equilibrio con la industria: Hollywood le adora, pero ha conseguido que no le devore gracias, en gran parte, al manejo de presupuestos aquilatados que no comprometen en demasía a los estudios y aseguran pingües beneficios en caso de éxito sin graves pérdidas en los fracasos. Reivindicado como autor por los europeos (más concretamente por los franceses, como ocurriera antes con Hitchcock, Peckinpah, Allen o Fuller, entre otros), el icono almeriense de las películas de Sergio Leone se ha labrado una reputación que puede llegar a su máxima consagración con Flags of Our Fathers y Red Sun, Black Sand, su doble visión, desde cada uno de los bandos, de la batalla de Iwo Jima.

Este reconocimiento no siempre ha sido tan universal ni tan indiscutido. No deja de resultar llamativo que el director de obras como Medianoche en el jardín del bien y del mal, una auténtica obra maestra en la que se denuncia la profunda hipocresía y corrupción moral en la que vive la presunta "gente de orden" del más tradicional y conservador Sur norteamericano, ofrezca en la vida real declaraciones y actitudes que en ocasiones, y como poco, sólo pueden ser calificadas como reaccionarias, con su defensa a ultranza de la pena de muerte para los pedófilos o sus paseos armados durante su etapa como acalde de Carmel como ejemplo. Y sin embargo, quizá sería más acertado decir que su posición es de un fuerte conservadurismo en lo político pero defensora de un liberalismo e individualismo en lo moral (lo que, en cierta forma, le asemejaría con el ideario del gran John Ford).

Así, no es de extrañar que, a lo largo de su carrera, se haya topado en más de una ocasión con el adjetivo de "fascista". La más importante, ligada a su personaje de Harry el Sucio, pero ha habido más: el sargento Tom Highway de El sargento de hierro y, más recientemente, Mystic River donde, curiosamente, trabajó con dos de los "rojos" más señeros de Hollywood, Sean Penn y Tim Robbins. Una película recibida con entusiasmo por la crítica, pero que tampoco escapó a comentarios que resaltaron una presunta carga ideológica tremendamente reaccionaria, rayana en el fascismo. Claro que, en este caso, fueron los menos y pasaron bastante más desapercibidos: es lo que pasa cuando se llega al estatus de clásico viviente.

La tesis principal de los que ven en la película el ominoso peso del fascismo destacan cómo en ella se nos describe el mecanismo de funcionamiento de una cerrada comunidad de un suburbio norteamericano cualquiera, en el que la justicia sigue sus propias reglas, de manera paralela a la acción judicial y policial, y en el que resulta un engorro pasar por el procedimiento jurídico y el sistema de garantías para identificar, juzgar y castigar a quien, en un momento dado, es señalado como responsable de un crimen tan horrible como la violación y asesinato de la hija del personaje de Penn, un ex delincuente reconvertido en respetado capo del barrio.

Paralelamente a esta trama, transcurre otra, que nos hablaría de la necesidad de que, para conservar la unión de la comunidad, los débiles sean expulsados o, incluso, destruidos. En una especie de darwinismo salvaje, sólo los más fuertes tienen derecho a sobrevivir y, aunque maten erróneamente a quien no cometió el crimen (pero sí otro, porque asesinó a un pederasta, pero eso curiosamente no parece haber levantado ninguna polémica ni discusión), la Ley, encarnada en el personaje de Kevin Bacon, nunca les tocará un pelo y disfrutarán de una total impunidad porque, al fin y al cabo, hicieron lo que hay que hacer. Que alguien sea débil o víctima sólo por el mero azar (el personaje de Tim Robbins quedó señalado en el momento en el que unos pederastas le introdujeron en el coche siendo niño, cuando en realidad el elegido pudo haber sido cualquiera de los amigos con los que estaba jugando) poco importa.

Así, los únicos personajes que, según esta tesis, quedarían físicamente o moralmente destruidos serían los que sufren algún tipo de tara, trauma o característica que les hace, en cierta forma, inferiores a los que sí pertenecen a la comunidad: el taciturno y asustadizo Tim Robbins; su mujer, una débil mental que cual Judas termina vendiéndole; su hijo, condenado a una orfandad que todo parece indicar le llevará a seguir los pasos de su padre, como nos refleja la patética escena final del desfile; y el hermano sordomudo del novio de la chica asesinada, a quien mató para evitar que los dos huyesen y le dejasen viviendo con el ogro de su madre).

Frente a ellos, se alzan las figuras que representan el poder, el orden, y que quedan impunes: Sean Penn, quien se ve obligado a retornar a su pasado y optar de nuevo por la violencia cuando había jurado no volver a hacerlo al formar una familia (un estereotipo muy repetido en el cine de Eastwood); su mujer, verdadera Lady Macbeth capaz de hacer cualquier cosa por mantener a su marido en su posición de rey del barrio (prodigiosa Laura Linney); y el policía interpretado por Kevin Bacon, que cuando llega a saber la verdad la sacrifica para que el orden establecido pueda mantenerse (lo que, en una acción sin real causa-efecto pero profundamente simbólica, le lleva a recuperar a su mujer).

Todos esos temas están bien visibles en la película, hasta el punto de que son las ideas fuerza que la sostienen, más allá de la trama puntual. Pero en lo que resulta más difícil estar de acuerdo es en la afirmación de que Eastwood nos está haciendo una apología de ello. Si así fuera, hubiese tomado otro camino, porque no hay nada glorioso en ese niño que desfila solitario en una carroza, con una profunda cara de tristeza, ni en que la profunda división entre los triunfadores y los perdedores se nos muestre bajo los sones patrióticos y entusiásticos de un desfile lleno de banderas y motivos norteamericanos. En realidad, en esa escena se muestra el mecanismo más profundo y cruel que sostiene toda una sociedad y, lo que menos le queda a uno, es la sensación de que así deben ser las cosas, y así deben continuar. Antes al contrario, hay un desagrado profundo que invade al espectador... Si eso puede llamarse propaganda, entonces es una propaganda muy extraña.

Dos años después, Eastwood seguiría su asombrosa senda de madurez con la absoluta obra maestra que es Million Dollar Baby, una película que debería haber acallado cualquier acusación de flirteo con el fascismo por su defensa a ultranza de la dignidad de los perdedores, lo que la sitúa, en cierta forma, en las antípodas de Mystic River. Pero el viejo debate volverá, incluso, cuando Clint estrene sus dos visiones de la mayor batalla del Pacífico, en la que dará voz y perspectiva al enemigo. Es lo que pasa cuando eres un personaje complejo, genial y profundamente humano: estamos perdiendo la costumbre de tratar con ellos; nos van mucho mejor los planos y unidimensionales, que abarcamos cómodamente con una etiqueta.

MYSTIC RIVER. Mystic River. EE. UU., 2003. Color, 132 min. Director: Clint Eastwood. Intérpretes: Sean Penn, Tim Robbins, Kevin Bacon, Laurence Fishburne,Marcia Gay Harden, Laura Linney. Guión: Brian Helgeland, según la novela de Dennis Lehane. Fotografía: Tom Stern. Música: Clint Eastwood. Producción: Robert Lorenz, Ludie G. Hoyt, Clint Eastwood. Vista en: DVD (Warner)

[+] Una imagen... Mystic River, en Cineahora

17 julio 2006

CUATRO OJOS (II)


El ojo sajado

La realidad no volvió a ser la misma tras la aparición del cine. La caja de zapatos de los Lumière no sólo trajo consigo una nueva forma de captarla, sino que su propia mirada hizo que todas las experiencias, y la manera de vivirlas, se transformaran. En cierta manera, nada fue ya igual, y el objetivo del cinematógrafo influyó en el cambio de rumbo del resto de las artes.

Pero quizá el cambio más radical lo produjo en nuestra propia concepción del mundo, en la forma de soñar (los travellings, los fundidos, todos los recursos de la narración cinematográfica han sido incorporados a nuestros sueños), de comprender lo que nos rodea. Si se afirma que la mirada del observador modifica lo observado, el cine se convirtió en la mayor fuerza de modificación, hasta el punto de que la realidad fue reinventada por el celuloide.

No hay imagen que plasme con mayor contundencia ese poder del cine que el mítico plano de Un perro andaluz, en el que una cuchilla saja el ojo de una chica, una imagen que aún hoy sobrecoge por su contundencia y aparente realismo (en realidad, para la filmación de la escena, se utilizó el ojo de una vaca): tras el corte, vemos cómo un líquido sale por la herida. Y quizá no haya metáfora más expresiva del efecto último del cinematógrafo, porque es como si el universo que contienen nuestros ojos, personificado en los ojos de los creadores del cine, se extendiera sobre todo lo real y lo convirtiera en otra cosa.

No hace falta insistir en lo que Un perro andaluz o La edad de oro, como en general todo el surrealismo, supuso de transformación en la concepción del mundo. Todo lo que es más íntimamente humano, empezando por el mundo de nuestros propios sueños, deseos y temores, se infiltró en los mil objetos y cosas que nos rodean, convirtiendo en amenazante o gozoso lo que antes era simplemente neutral. Y como Buñuel, una serie de creadores, en lo que quizá haya sido el mayor momento creativo de la historia del cine (y que me temo sea ya irrepetible, al menos en su intensidad y extensión), pugnaron por ofrecer al público nuevas visiones y versiones de la realidad, al tiempo que desarrollaban el lenguaje cinematográfico y articulaban una poética nueva, sin parangón con la lograda por el resto de las artes.

Así, Berlín: sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, o A propósito de Niza, de Jean Vigo, pugnaron por retratar el alma invisible de dos ciudades a través del montaje de imágenes que captaban su vida interna, pero que, a través del lenguaje cinematográfico, creaban una sentido y una realidad que eran mucho más que la suma de sus partes. Mientras tanto, Abel Gance expandía los límites y posibilidades del cinematógrafo, hasta el punto de amenazar con romper sus costuras, en obras tan brillantes como su monumental Napoleón, un auténtico canto al exceso pero, por lo mismo, absolutamente grande. En Alemania, los expresionistas alumbraron su propia, retorcida y oscura visión del mundo que, paradójicamente, desembocó en un canto a la vida tan impresionante como lo fue Amanecer, de Murnau. En la Rusia soviética, los alumnos aventajados de Griffith llevaban a su máxima expresión las posibilidades expresivas y connotativas del montaje, y Vertov ponía en pie El hombre con la cámara, auténtico resumen y símbolo aún no superado de lo que el nuevo arte traía consigo.

Grandes maravillas comprimidas en pocos años, a partir del impulso surgido cuando el cinematógrafo nos rasgó la mirada y puso en marcha todo su potencial.

Y la realidad nunca volvió a ser la misma: de hecho, la reinventamos cada vez que nos sentamos en una sala y se apagan las luces.


UN PERRO ANDALUZ. Un chien andalou. Francia, 1929. Muda, blanco y negro, 16 min. Director: Luis Buñuel. Intérpretes: Simone Mareuil, Pierre Batcheff, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Robert Hommett. Guión: Salvador Dalí, Luis Buñuel. Fotografía: Duverger. Producción: Luis Buñuel. Vista en: DVD.

[+] Cuatro ojos (I): El ojo imposible

14 julio 2006

LO QUE VA DE BEGINS A RETURNS


Retomar a un icono cinematográfico como Superman para, sin traicionar su esencia y sus características, llevarlo a un terreno propio era uno de los retos más difíciles a los que se puede enfrentar un director. Y más cuando no hablamos de un simple artesano, sino de alguien como Bryan Singer, un tipo con evidente voluntad de estilo lo que, en cierta forma, le diferencia de las actitudes de un Richard Donner o un Richard Lester.

Tiene además el envite el aliciente especial de suceder, en poco tiempo, a lo que otro de los chicos prodigio de la nueva generación de creadores hollywoodienses, Christopher Nolan, hizo con el no menos fijado y sacralizado personaje de Batman en la reciente Batman Begins. Pero, al menos, él contó con una ventaja: su película se permitía la licencia de reinventar ex novo al personaje, con una cierta libertad a la hora de marcar las reglas de juego de las que Singer, simplemente, no ha disfrutado.

Quizá haya que encontrar aquí una de las razones por las que, a pesar de encontrarnos ante una película con indudables aciertos, el resultado no está a la altura de lo logrado en su trabajo al frente de las dos primeras entregas de los X-Men, y que en la segunda parte alcanzó un nivel de perfección difícil de superar. Así que vaya por delante el gran mérito que tiene Singer por haber afrontado un reto que gana en dificultad a los ya de por sí hercúleos trabajos de Nolan o Raimi (en todo caso, cabría reprocharle que dejara inconclusa la trilogía mutante, inanemente cerrada con la tercera entrega, lo que previsiblemente no ocurrirá con la de Spiderman, a la que cabe esperar su director logre otorgarle una impronta y una unidad de la que carece la saga X-Men): hay mucho del espíritu original del Superman de Donner, pero es posible rastrear la mirada del creador Singer en muchos de sus planos (no necesariamente en los más espectaculares: es prodigioso, por ejemplo, el encuadre en el que, desde la camilla donde reposa Superman, se nos muestra la entrada de Lois y su hijo).

Lo que los detractores de Singer más le han reprochado de su labor en los X-Men (su búsqueda de la trascendencia y la complejidad, en detrimento del espectáculo) tendrán en Superman Returns suficiente carne donde hincar el diente. El problema, una vez más, es que Superman es, quizá por su condición de padre de todos los superhéroes, el que menos aristas y complejidades ofrece; es muy difícil, por no decir imposible, endosarle traumas o recovecos freudianos; ni Frank Miller habría podido hacer mucho por reformular a Superman... sin que dejase de hecho de ser Superman (parecidos problemas ha tenido el cómic, en el que se han ensayado cientos de fórmulas para dotarlo de matices de más interés, incluido el curioso mostrado en Superman rojo, en el que se juega con la idea de que el bebé kriptonita, en lugar de caer en Estados Unidos, lo hubiese hecho en la URSS estalinista y los poderes de Superman se hubiesen puesto al servicio del comunismo). Por eso, para revestir al personaje de un nuevo relieve y más matices, se ha optado por una solución extrema, un arriesgado giro de guión que marcará la saga a partir de ahora, y que no tiene nada que envidiar al de cualquier hilo argumental de un culebrón de sobremesa.

Una vez aceptados los estrechos márgenes de juego, la película ofrece un impecable espectáculo donde cada detalle está cuidado al máximo. Junto a los momentos que revisitan la iconografía original, corrigiéndola y aumentándola (la espectacular explosión de Krypton, el nuevo aterrizaje en la granja, el recuerdo del descubrimiento de los poderes en la infancia
—en una escena que recuerda demasiado al primer Spiderman, la Metrópolis y el edificio del Daily Planet más vivos y reales que nunca...), con esquemas que parecen calcados del guión setentero (la compañera de Luthor es tan atolondrada y simple como lo era la del primer Superman), están los detalles Singer, que apuntan a un mundo bastante más retorcido y turbio de lo que permiten los cánones del Hombre de Acero (el perro caníbal, la morbosa relación entre la vieja heredera y Luthor, el matón tocando el piano...).

Realizada con una paleta de colores suaves y una iluminación que rehúye la luminosidad (casi todas las escenas tienen el cielo encapotado, o suceden de noche, o en el crepúsculo), para reforzar esa imagen divina y trascendente de Superman, el esfuerzo para dotar de complejidad al personaje lleva a una extraña profusión, en una producción de estas características, de unos primeros planos que hacen que quizá sea ésta donde vivamos una mayor intimidad con el personaje, interpretado por un Brandon Routh que a ratos parece poseído por el espíritu de Reeve, y que no genera ningún rechazo en el espectador (ni entusiasmo, también habría que decir).

Mención aparte merece el personaje de Luthor, en el que el recuerdo de Gene Hackman sobrevuela cada uno de los segundos en los que aparece Kevin Spacey en pantalla. Frente al histrionismo guiñolesco del primero, Spacey se esfuerza en ofrecer un registro más tranquilo y pausado... por eso falla la que en teoría es una de sus grandes escenas, aquélla en la que explica a Lois Lane sus diabólicos y estrambóticos planes (tan absurdos que sólo se disculpan por dar pie a unas secuencias de una belleza extraña y hermosa, una auténtica demostración de talento por parte de los responsables artísticos y de infografía), cuando rompe su registro para ofrecernos... una mala copia de Hackman; mucho mejores son los momentos en los que Spacey saca oro de situaciones a priori sin interés, como cuando descubre a Lois mientras se lava los dientes.

Estoy casi convencido de que las más jóvenes generaciones, que conocen al personaje sólo por las series televisivas de Lois & Clark y, sobre todo, Smallville, y que no han visto el
Superman original (no olvidemos que hace casi treinta años de su estreno, y más de veinte desde la última entrega), pueden disfrutar mejor de la película. Para los que conocimos la de Donner (a título personal, es la primera película que recuerdo haber visto en un cine), sin embargo, es inevitable una cierta sensación de vacío entre la nostalgia respetada y los tímidos intentos de renovación (hablar de revolución sería excesivo). Cabe esperar que, si hay continuación y Singer sigue el frente, se rompa la indefinición y nos encontremos ante la gran película que no acaba de aparecer en esta, a pesar de todo, meritoria Superman Returns. Al fin y al cabo, también la segunda de los X-Men se sobreponía a los límites y las insatisfacciones dejadas por la primera.

Y nosotros, que lo veamos.

SUPERMAN RETURNS. Superman Returns. EE. UU., 2006. Color, 154 min. Director: Bryan Singer. Intérpretes: Brandon Routh, Kate Boshworth, Kevin Spacey, James Mardsen, Parker Posey, Frank Langella, Eva Marie Saint, Tristan Lake Leabu. Guión: Michael Dougherty, Dan Harris, sobre personajes creados por Joseph E. Shuster y Jerry Siegel. Fotografía: Newton Thomas Sigel. Música: John Ottman (tema principal de John Williams). Productores: Gilbert Adler, Jon Peters, Bryan Singer. Vista en: Cine.

[+] Gabriel del Valle, en El ojo crítico
[+] Un superhéroe de pacotilla, en Ciao

12 julio 2006

LA ÚLTIMA JOYA DE DISNEY


Los últimos años antes de que Disney hiciese público que abandonaba la animación tradicional fueron agónicos, mortecinos e indignos de una compañía sin la que, nos guste o no, no existiría el cine de animación tal y como hoy lo entendemos (que lo que hubiese en su lugar fuese mejor o peor entra, directamente, en el terreno de la ciencia-ficción). De Atlantis a Hermano oso o la simplemente infumable Zafarrancho en el rancho (que este título vaya a quedar en todas las historias del cine por ser la última película de la Disney, sólo puede ser calificado de patético), se sucedieron los intentos en mil direcciones distintas, sin saber muy bien qué se quería,intentando subirse a todos los carros y ofrecer una respuesta a la emergente Pixar y sus aires de renovación.

Quizá por eso, por haberse estrenado en medio de una situación de directo desmoronamiento, Lilo & Stitch, un proyecto relativamente modesto (era una de las producciones "B", de menor ambición y presupuesto, realizadas mientras el mayor esfuerzo de producción se lo llevaban las grandes apuestas que, en el caso de aquel año, fue El planeta del tesoro), pasó quizá con menor eco del que objetivamente merecía. Porque, a pesar de ser un producto típicamente disneyano, lo cierto es que en su interior se ocultan algunas de las propuestas más frescas, gamberras y renovadoras ofrecidas por una producción animada de la casa fundada por el criogenizado tío Walt.

Lilo & Stitch, a lo largo de su bien mesurado metraje, pone en pie, en apariencia, una historia ortodoxamente disneyana de defensa de los valores familiares, pero su planteamiento es de una inteligencia, con momentos de directa mala leche, que alivia bastante bien la carga moralizante. En la película se nos narra la historia de una niña hawaiana, Lilo, que vive con su hermana mayor, Nani, tras la muerte de sus padres en un accidente de coche. Ésta se las ve y se las desea para conservar la custodia de su hermana pequeña, porque está siempre a punto de perder su trabajo y los servicios sociales están pendientes del más mínimo fallo para llevársela.

Lilo, por su parte, es una auténtica friqui: no tiene amigas (quizá porque, entre otras cosas, le encanta hacer vudú con sus efigies), se fabrica muñecas horribles de trapo con la cabeza hinchada porque, según dice, un bicho les puso unos huevos en su interior; escucha viejos singles de Elvis Presley y no duda en mentir al asistente social diciéndole que su hermana la maltrata sólo para fastidiarla. Y lo que es más importante: hace cientos de fotos con las que luego decora su habitación, en busca siempre de los cuerpos imperfectos, los gordos blanquecinos de las playas o las señoras mayores y pellejudas.

Su camino se va a cruzar, en una combinación de géneros que es uno de los mayores logros de la película, con una extraña criatura creada genéticamente para destruir, y que se escapa de una prisión espacial en un prólogo que es una auténtica maravilla porque reúne, en apenas cinco minutos, una divertida suma de todos los tópicos del género. El experimento 626 llega a la Tierra perseguido por su creador y un torpe ayudante, los dos alienígenas, y para escapar de ellos se hace pasar por un perro para que Lilo lo adopte (previa imposición del nombre con el que pasará a ser conocido, Stitch).

A partir de aquí, la película nos va a narrar la relación entre Lilo y Stitch, dos inadaptados que terminarán desarrollando una relación de mutua dependencia. Una relación que guarda, junto a algunos momentos verdaderamente emocionantes y otros que rozan lo sensiblero pero no lo suficiente como para estropear la película, gags memorables, como el intento de Lilo de convertir a Stitch en un sosias de Elvis o los guiños a las películas de ciencia ficción repletas de arañas e insectos gigantes que destruyen las ciudades (y que Stitch intenta remedar para quitarse el mono destructivo en una escena memorable).

Junto a este planteamiento, destacan el dibujo y el diseño de los personajes, verdaderamente sobresalientes. Aquí no hay lugar para las "princesas Disney": a Nani, que supuestamente es la guapa de la función, se la dibuja con una nariz gorda y anchos muslos e, incluso, cuando la vemos con el ombligo al aire, podemos distinguir una leve barriguita. Lo mismo podemos decir de Lilo, no es la típica muñequita Disney, y el chico que pretende a Nani no es tampoco el héroe habitual en estas películas: más bien es un atolondrado bienintencionado que hace lo que puede. Todos los objetos están diseñados con un leve redondeo, que rehúye los ángulos rectos, y que alcanza el paroxismo en las naves y vehículos alienígenas. Y lo que es quizá más llamativo: los fondos, auténticas maravillas que uno puede parar en el DVD y admirar, hechos en acuarela (técnica de la primera época de Disney que no había vuelto a usarse en una película íntegra desde Dumbo, en 1941).

Todo ello convierte a Lilo & Stitch en una gratísima experiencia, sin voces archifamosas (los más conocidos quizá sean Jason Scott Lee o Tia Carrere) ni grandes alharacas... y sin embargo, no sería aventurado decir que, por más que la moralina no deje de estar presente y en algún momento chirríe por imposición del conservadurismo marca de la casa, probablemente sea ésta la última verdadera joya salida de sus estudios. Luego vino la explotación con una continuación (o dos, no estoy muy seguro), directamente estrenada en DVD, y una serie de TV bastante mala. Mejor olvidarse de ellas; lo que sí nos demuestra el largo es que, en realidad, el debate entre píxeles y pinceles (bastante superado, porque parece que han ganado definitivamente los primeros) es estéril: lo que importa es tener una buena idea y saber llevarla a la práctica, sea con el lápiz, el ratón, la plastilina o las marionetas.


LILO & STITCH. Lilo & Stitch. EE. UU., 2002. Animación, color, 86 min. Dirección: Dean DeBlois, Chris Sanders. Voces: Daveigh Chase, Chris Sanders, Tia Carrere, David Ogden Stiers, Kevin McDonald, Ving Rhames, Tia Carrere, Jason Scott Lee. Guión: Chris Sanders. Música: Alan Silvestri. Productor: Clark Spencer. Vista en: DVD (Disney).

08 julio 2006

UNA BOMBILLA FLOJA


En 1995, un símbolo vino a sumarse a la breve pero significativa lista que todo cinéfilo retiene en la memoria: un animado y saltarín flexo logró hacerse un hueco junto al león de la Metro, la mujer de la túnica y la antorcha de Columbia, las letras de la 20th Century Fox o la montaña de la Paramount, como bandera de un estudio entonces pequeño que estaba llamado a cambiar la concepción y la historia del cine de animación, plantándole cara al monopolio todopoderoso de la Disney.

La película que sirvió de tarjeta de visita (aunque su fundación se remonte a 1986) fue Toy Story, toda una declaración de intenciones y la demostración de que la tecnología por ordenador había llegado a su mayoría de edad. Pero lo que ha hecho de verdad asombroso a Pixar es que, desde entonces, cada largometraje añadía un punto más en su casillero de obras maestras: Bichos, Toy Story 2, Monstruos S. A., Buscando a Nemo, Los Increíbles... hasta esta flamante y nueva Cars, con la que me temo que el ya hiperdesarrollado estudio (tanto que, en realidad, se ha merendado a Disney) ha dado el primer traspiés en su trayectoria.

Entendámonos y que quede claro desde el primer instante: Cars es un espectáculo técnico lujoso e impresionante. La magnificencia de las escenas en los circuitos o la belleza del desierto son sólo dos ejemplos del grado cercano a la perfección al que ha llegado la animación por ordenador. Uno no puede evitar quedarse con la boca abierta ante detalles como el tratamiento de las luces reflejadas en la carrocería, la sensación de estar viajando por una carretera en medio de la nada por la noche, los acelerones entre el polvo y la tierra... aquí sí que no ha fallado la tradición, porque el resultado final supone un peldaño más respecto al anterior (y eso que la factura de Los Increíbles parecía difícilmente mejorable).

Pero la decepción surge cuando nos damos cuenta de que Pixar (o Lasseter, más bien) parece haber olvidado que el éxito de su fórmula no radicaba sólo en la perfección técnica, sino que se unía a una forma de concebir las historias y el humor que rompían lo visto hasta entonces en la industria, marcada por la ingenuidad y rigidez de la casa del ratón Mickey: la clave de la bóveda fue la construcción de mundos que no sólo interesaban a los niños, sino que se hacían con los adultos y llegaban a ofrecernos propuestas, casi casi, cercanas por momentos a la vanguardia (¿o es que Monstruos S. A. no contiene una de las ideas de partida más verdaderamente originales e innovadoras del cine de los últimos años?). Una lección, por cierto, a la que corrieron a apuntarse los astutos chicos de la Dreamworks: en este sentido, Shrek no sería más que la filosofía Pixar llevada al extremo gamberro y revisionista.

Pues en Cars me temo que se han olvidado de esta parte. Y eso hace que, por primera vez, nos encontremos con una película de animación... ¡que se nos hace larga! Y lo que es peor, ¡¡¡que tiene momentos aburridos!!! Y es que parece como si el polvo del desierto acabara por colarse por las junturas del relato, porque a la media hora de proyección tenemos la sensación de que la historia se atasca, que no avanza, y ahí nos quedaremos por espacio de una hora, esperando el toque de maravilla que, sinceramente, no termina de llegar.

A pesar de detalles aquí y allá que conservan el genio Pixar (los orgullosos y socarrones coches italianos, la estampida de los tractores...), Cars se convierte en la propuesta más plana de todas las ofrecidas por el estudio, y termina siendo una película correcta que uno olvida justo después de verla (todo lo contrario a lo que sucedía con, por ejemplo, Buscando a Nemo o Toy Story 2, ¿quién no recuerda el memorable momento de "soy tu padre"?). Quizá tampoco sea como para que se disparen las alarmas; al fin y al cabo, la proporción a favor de la compañía es 6-1, mucho mayor que, creo, el 95 % de la productoras cinematográficas norteamericanas. Lo que sí sería de preocupar es si eso va a ser lo que defina el nuevo estatus de Lasseter dentro de Disney... esperemos que la fusión pixarice a los herederos de tío Walt porque, como disneíce a nuestro adorado flexo, mal vamos.

Eso sí, como siempre, el corto (El hombre orquesta) y los títulos de crédito finales, de antología. Esa tradición, al menos, sí que se mantiene (de hecho, deben de ser de las pocas películas comerciales en las que el público no sale disparado en cuanto se encienden las luces, como si hubiera fuego o algo así), así que podemos albergar la esperanza de que, lo único que pasa, es que la bombilla del flexo está un poco floja y simplemente necesita que la enrosquemos un poco para que su brillo deje de fluctuar.


CARS. Cars. EE. UU., 2006. Color, animación, 116 min. Director: John Lasseter. Voces: Owen Wilson, Paul Newman, Bonnie Hunt, Larry The Cable Guy, Cheech Marin. Guión: John Lasseter, Dan Fogelman, Kiel Murray, Joe Ranft, Phil Lorin, Jorgen Klubien y otros. Música: Randy Newman. Producción: Darla K. Anderson. Vista en: Cine.

[+] Crítica en ¿Y si esta vez te quedaras?

05 julio 2006

LA LEY ES UNA COSA MUY CURIOSA


En El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford nos hizo la crónica épica del enfrentamiento final entre el Oeste de los pioneros, en el que la fuerza y el revólver eran las únicas maneras de sobrevivir, y el empuje de una civilización que pretendía instaurar el imperio de la ley en unas tierras que ya no querían ser salvajes, conceptos que tenían su encarnación en dos actores-fetiche como John Wayne y James Stewart. En el relato de los hechos según san Ford, triunfaba el segundo, sí, pero uno se quedaba con la sensación de que, si no hubiese sido por la inmolación del primero, el Oeste nunca habría sido tocado por la mano mágica del progreso. Así, el director del parche en el ojo (no confundir con el no menos grande Fritz Lang) nos vino a decir que tan agradecido había que estar a los rudos muchachos que hicieron el trabajo sucio de limpiar el territorio de indios y demás peligros e incordios, como a los sheriffs, abogados, banqueros, empresarios del ferrocarril y demás emprendedores que vinieron después.

Eso decía Ford ya cerca del final de la Época Dorada del western. Una idea, en el fondo, demasiado bonita para un francotirador como Sam Peckinpah que, en Pat Garrett y Billy the Kid, nos contó una historia bastante diferente. Y para ello, nada mejor que fijarse en el relato mítico de la captura y ejecución del más legendario forajido del Oeste a manos de quien había sido, durante muchos años, su compañero de tiroteos, robos de ganado, juergas y asesinatos por la espalda, Pat Garrett. Sólo que este último, en un momento dado, se había planteado la pregunta que toda persona madura (dicen que) debe hacerse: ¿tiene futuro esta vida? ¿No aspiro en el fondo a una casa, una esposa, un terreno y, sobre todo, un lugar en la comunidad?

A partir de ese conflicto levanta el director de Grupo salvaje una película cuya fuerza ha sido recuperada en su totalidad por el montaje definitivo, presentado el año pasado y ahora disponible en DVD, un film sin el que resulta imposible comprender los derroteros que el género ha seguido en los últimos años y que tiene en Clint Eastwood el último (y casi nos tememos que definitivo) eslabón: Sin perdón no sería más que la estación termini, a la que no habría llegado si el clarividente guardagujas Peckinpah no hubiera desviado al viejo tren de su trayectoria.

El bueno de Sam lo tenía claro: el enfrentamiento último entre Pat Garrett y Billy the Kid radica en el intento del primero por encontrar un hueco en un estado que se va organizando y en el que ya campan a sus anchas ganaderos y terratenientes especuladores que defienden sus negocios en aras del bien común (¿de qué me suena a mí eso?), y la imposibilidad del segundo de cambiar de vida, más cuando ve que ese supuesto impulso civilizatorio sólo deriva en abusos, explotación y asesinato de los paupérrimos campesinos de origen mexicano.

Lo curioso y más llamativo es que, para trazar sus retratos, Peckinpah no ahorra los rasgos más desagradables del que, en el fondo, es su héroe: Billy no tiene empacho en matar por la espalda, en hacer trampas en los duelos, en robar ni hacer cualquier cosa que le suponga una ventaja. Pero es que su perseguidor en el nombre de la ley no le va a la zaga: para conseguir detenerle, contratará a matones y ladrones de ganado que se ven rehabilitados por llevar una estrella en la pechera y golpeará a prostitutas para que le digan dónde se esconde el forajido antes de correrse una juerga con cinco de ellas (y que o bien no paga, o bien carga a los gastos de viaje acordes a su cargo, no nos queda muy claro). No es extraño, entonces, que Billy (un pletórico Kris Kristofferson) pronuncie una de las frases más lúcidas de la película cuando dice que "la Ley es una cosa muy curiosa".

Pero, como mandan los cánones del género, y aunque Pat Garrett (con los rasgos del inmenso James Coburn) logre su objetivo, no habrá nada heroico en ello. Como en el brillante prólogo nos informan, pocos años más tarde él mismo caerá asesinado de forma violenta; de nada le habrá servido soportar un matrimonio en el que no cree, haber obtenido una respetabilidad que le repele o ser un pilar de la comunidad. Como demuestra el plano final, en el que se aleja a caballo hacia el amanecer mientras un niño le tira piedras, su destino va unido al del joven Kid, y su estrella se apaga en el justo instante en el que mata a su amigo.

Hasta llegar a ese plano (en el que curiosamente Billy es el único personaje que muere sin una sola gota de sangre), Peckinpah nos ha demostrado por qué era un verdadero poeta, y por qué se merece ser reinvidicado por todos aquellos que ven en Tarantino el culmen de la violencia al servicio del arte. Y puestos a elegir una escena, quedémonos con el viejo que ayuda a Garrett, recibe un balazo casi por azar, y se acerca a sentarse a morir ante el río junto al que ha vivido, mientras el sol se pone y los acordes de Knockin' on Heaven's Door llenan la imagen de una serenidad y una melancolía insuperables. Pocas bandas sonoras como la de Dylan han sido tan ajustadas a lo que las imágenes nos muestran.

Y sí, sí, sale Bob Dylan en pantalla, es verdad, no se me ha olvidado. Pero lo cierto es que lo de cantar se le da mejor.

Postdata:
"Lo cerrado es el primer siglo del cine: estamos en el umbral de una nueva era. Todo está en trance de cambio, y a mí me causa gran inquietud: el cine fue el gran arte popular. Ahora nos acogen los museos, pero veo esto con sentimiento de pérdida. Tengo nostalgia de aquel cine popular pero inteligente." Víctor Erice (El Mundo, 5/VII/2006)

PAT GARRETT Y BILLY THE KID. Pat Garrett and Billy the Kid. EE. UU., 1973. Color, 115 min. Director: Sam Peckinpah. Intérpretes: James Coburn, Kris Kristofferson, Bob Dylan, Jason Robards, Katy Jurado. Guión: Rudy Wurlitzer. Fotografía: John Coquillon. Música: Bob Dylan. Productor: Gordon Carrollo. Vista en: DVD (Warner).

[+] Lo que pudo haber sido y no fue

02 julio 2006

UNA SORPRESA INESPERADA


Lo confieso: el último aluvión de remakes me ha situado ante reflexiones más cercanas al quiénes somos-de dónde venimos-a dónde vamos que otra cosa. Recuerdo perfectamente el momento álgido de esta cuasi crisis existencial que me asalta: ocurrió justo antes de ver Hard Candy, mientras ponían los correspondientes trailers, cuando uno me pareció conocido, se acercaba por detrás a un niño que se columpiaba y los títulos nos advertían de que nos preparáramos, que se acercaba el momento, bla, bla. Cuando por fin apareció el título de la película anunciada, y vi que era La profecía, no podía dar crédito a mis ojos.

Entonces sobrevino el shock. Hasta ese momento, los remakes solían ser de películas en blanco y negro, normalmente obras maestras, pero que pertenecían a otra época y que, en todo caso, habían ingresado en mi panteón particular vía cinefilia. Pero los títulos que uno degustó siendo adolescente, los que le marcaron, que le dieron miedo o le apasionaron de una manera irracional... buenos, ésos no entran exactamente por esa vía, sino por una más emocional, más íntima y directa que, probablemente, hace que los recordemos mejor de cómo eran. Pero que, en todo caso,
se vuelven intocables.

Y menuda temporadita que llevamos. Mejor no hablar de lo hecho a La niebla, o a la misma Profecía. Hace unos cuantos posts, colgué uno sobre el cartel del Festival Sci Fi de Madrid. Una de las películas que se proyectaban en él era Las colinas tienen ojos. Inevitablemente, me hice cruces y me dije: "Vaya, el Craven se ha apuntado al carro de Romero y Carpenter y ya ha visto la manera de exprimir un poco más los viejos clásicos". Y sin embargo, cuando finalmente he visto la película, he de confesar que me he llevado una gratísima sorpresa. Porque este remake es cine del bueno, sí señor.

Desde los tiempos de La parada de los monstruos, el cine se ha enfrentado muchas veces al tema de la deformidad, de los excluidos. Y una de las grandes renovaciones del género de terror abierta por la fundacional La noche de los muertos vivientes fue el decirnos, de manera mucho más explícita a como nos lo habían dicho hasta entonces, que aquello de lo que debemos tener miedo procede de nosotros mismos, una especie de lado oscuro que permanece agazapado a nuestro lado, creado por nuestras acciones, pero que no vemos hasta que una desgraciada circunstancia nos lo pone delante de nuestros ojos (o a nuestras espaldas, armado con la correspondiente hacha o motosierra). Al fin y al cabo, los zombis, antes de serlo, eran como nosotros: podían, de hecho, ser nuestros propios seres queridos, unos ultracuerpos bastante echados a perder, la verdad.

Desde entonces, el estándar de la plasmación de ese algo maligno creado por nosotros que en el fondo cumple un acto de justicia devorándonos o aniquilándonos ha tenido muchas versiones, que hacen ya difícil el aportar algo nuevo. Por eso sorprende descubrir en la nueva versión de Las colinas tienen ojos una secuencia tan impactante como la del pueblo-test levantado en pleno desierto para comprobar los efectos de las pruebas nucleares norteamericanas sobre la población (un pueblo, para entendernos, como el que aparecía en esa flojina llamada Hulk): la reproducción, en escala 1:1, de lo que suponía el sueño americano en la década de los cincuenta, casas acogedoras, amplias, con porches donde las familias charlaban y los responsables padres de familia se convertían en pilares de la comunidad.

Y para reforzar esa imagen idílica, con un sentido del humor macabro que no tiene nada que envidiar al de los diseñadores de producción de los Craven, Carpenter, Hopper, Romero, Wan o Salva, los científicos que levantaron esos pueblos no sólo llenaron las casas de neveras, televisiones y mesas de bricolaje, sino que poblaron los salones, las cocinas, los porches, los columpios, las calles y las tiendas de maniquíes a tamaño natural de hombres, mujeres y niños (viejos no, curiosamente) limpios y sanos, bien peinados, buenos ciudadanos impolutos, perfectos padres de plástico y niños de sonrisa perfecta y angelicales.

Un escenario bucólico, el culmen de la labor civilizadora, machacado luego por la radiación de las pruebas nucleares. Imaginarse a los científicos y militares observando los daños, la evaporación de esos muñecos que representaban, supongo, cómo ellos veían a sus mujeres, a sus hijos, a la vida que les esperaba al terminar de jugar a dioses al estilo Oppenheimer,
tiene algo de profunda metáfora sobre la condición humana.

Por ello, resulta perturbador que el pueblo de caníbales deformes, descendientes de los mineros que no quisieron abandonar la zona de cuarentena y que crecieron en la profundidad de los túneles de las minas, viva en esas mismas casas, rodeados por los muñecos perfectos de sonrisas chamuscadas y ojos inmóviles. En cierta forma, ambos comparten el ser el resultado de las pulsiones más oscuras de una sociedad bien ordenada y civilizada, que corta el césped los sábados y hace barbacoas los domingos. Y por eso, en el fondo, hay algo de justicia en que los expulsados de ese paraíso de casas adosadas y vida en comunidad se venguen en la familia perdida en medio del desierto: al fin y al cabo, son los descendientes versión principios de siglo de la muy decente sociedad que creó Hiroshima y Nagasaki.

Toda una sorpresa, vaya. Y ésas siempre se agradecen.


LAS COLINAS TIENEN OJOS. The Hills Have Eyes. EE. UU., 2006. Color, 107 min. Director: Alexandre Aja. Intérpretes: Aaron Stanford, Kathleen Quinlan, Vinessa Shaw, Emilie de Ravin, Ted Levine, Dan Byrd, Tom Bower, Billy Drago. Guión: Gregory Levasseur, Alexandre Aja, sobre el guión original de Wes Craven. Fotografía: Maxime Alexandre. Música: Tomandandy. Productores: Wes Craven, Marianne Maddalena, Peter Locke. Vista en: Cine.

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