19 mayo 2010

DE LOS CAMPOS... ¡SE PODÍA SALIR!

Termino de leer Violetas de marzo, la primera entrega de la serie de novelas que Philip Kerr le dedica al detective Bernie Gunther, englobadas bajo el título genérico de “Berlín Noir”. Y el final de la lectura me deja sumido en una duda que ya es recurrente.

Ambientado en 1936, en los días de los Juegos Olímpicos, el libro nos presenta a un genuino investigador privado que no tendría nada que envidiar a los surgidos de las plumas de Hammett o Chandler. Cínico, inteligente, duro, siempre con la réplica exacta en los labios y el correspondiente tirón entre las damas, tiene sin embargo que moverse en un laberinto en el que cualquier paso puede ser fatal. Evidentemente, buscar a un desaparecido o investigar un crimen en la capital del Tercer Reich, donde existe un precario equilibrio entre las diferentes policías, la Gestapo, las SS, las redes mafiosas y las luchas de poder entre los miembros de la cúpula del régimen, no es lo mismo que moverse por las calles de Los Ángeles de la misma época, por mucho crimen y corrupción que hubiera en los Estados Unidos del momento.

La narración es ágil, el autor demuestra conocer al detalle cómo era la vida en el Berlín de la época (o eso nos hace creer, al menos, a los confiados lectores) y te engancha desde la primera página. Pero, en su afán de traer un retrato lo más completo posible de un momento especialmente conflictivo, hace que la trama pase por el campo de concentración de Dachau. Y ahí es donde, una vez más, uno se topa con los problemas que trae toda representación del Holocausto, y más su utilización para la ficción. Porque aquí está todo: el infierno de una maquinaria de destrucción que se ceba, especialmente en los judíos. Pero aquí, curiosamente, uno se encuentra con una novedad: de los campos de concentración uno podía ser liberado... sin tener que esperar a que llegaran los rusos o los americanos.


Una sensación extraña, muy extraña. Y curiosamente, en Quimera, me encuentro una entrevista de Roberto Valencia a Álvaro Lozano, autor de El Holocausto y la cultura de masas. Y en ella leo lo siguiente:

“En realidad, mi opinión es que el Holocausto no debe ser representado sino repensado desde la perspectiva histórica. No es material para una serie estadounidense. Las historias de aquellos que sobrevivieron distorsionan el pasado, no porque no sean auténticas (dejando de lado el tema de la fragilidad de la memoria personal), sino debido al hecho de que excluyen las historias de los fallecidos, que fueron la inmensa mayoría, no porque no desearan ser salvados, sino por una combinación de circunstancias en las que las habilidades personales y la voluntad apenas jugaron un papel destacado, y en las que el azar fue un factor decisivo. Por otro lado, ninguna representación del Holocausto puede obviar la cuestión de la familiaridad de la audiencia con la violencia gráfica de las películas de Hollywood, con la subsiguiente disminución del impacto de estas películas. En esas condiciones, a lo mejor sería más deseable abandonar todos los intentos de representar la brutalidad del Holocausto, y visualizar, tal vez, los aspectos burocráticos, tal y como recoge la película La solución final sobre Wannsee, o investigar medios para representar el auténtico elemento singular del Holocausto: el asesinato masivo y sistemático de seres humanos en las cámaras de gas. El hecho de que aquellos que desean relativizar o negar el Holocausto ataquen precisamente ese aspecto de banalización a través de la ficción, es la prueba innegable de su necesaria centralidad en cualquier representación del acontecimiento.”

Difícil dar una respuesta. Pero eso sí, al menos, Violetas de marzo no es El niño con el pijama de rayas. Eso, al menos, sí que hay que concedérselo a Kerr.