21 mayo 2006

¡POR DIOS, QUE VENGA INDIANA!


Una película a la que preceda una aparatosa campaña de marketing no tiene por qué ser necesariamente mala. Por si quedaba alguna duda, hace más de una década nos lo demostró Steven Spielberg, cuando los meses anteriores al estreno de Parque Jurásico vivieron una de las promociones más espectaculares, eficaces y modélicas que se recuerdan, al conseguir que los dinosaurios se convirtieran en objeto de interés y deseo en todo el mundo (si bien, en ese caso, fue necesaria una separación de algunos años para que la crítica se pudiese librar de la distorsión promocional para reconocerle a la película lo que es, un magistral ejemplo de cine de aventuras).

En el caso de El código Da Vinci, nos encontramos ante una jugada a priori aún más perfecta: la campaña principal ya estaba hecha, por cuanto el libro lleva un par de años en boca de todos, y prácticamente no queda nadie que no sepa su pretendidamente revolucionario argumento; si a esto se añade una gran producción estilo Hollywood, un director de confianza de la industria, un guionista renombrado y un reparto espectacular de nombres solventes y de prestigio, parece que el envite no podía salir mal, y que como mínimo nos enfrentaríamos a un producto digno, mero entretenimiento. Lo que, tal y como andan las cosas, no era un mal resultado.

Pues no; nada de nada. ¿Cómo es posible? La calidad literaria del libro de Dan Brown es prácticamente nula, pero en sus páginas se escondía, eso era evidente, un esqueleto de guión que podía funcionar muy bien en pantalla. Que lo que en él se nos narraba fuese inverosímil no representaba mayor problema porque, a estas alturas, sabemos que el cine tiene que ser coherente, nunca realista, y si el guionista y el director eran lo suficientemente hábiles, lo que no funcionaba como libro podía hacerlo como película (ya ha pasado otras veces, recordemos el socorrido ejemplo de Tiburón). Y el tema, no lo neguemos, tiene garra: una conspiración milenaria, la Iglesia como un poder paralelo (con el morbo añadido de ver al Opus Dei como una fuerza oscura, en una caricatura de trazo grueso de la que, en realidad, se debe de estar carcajeando la jerarquía de la Obra), códigos secretos, enigmas mecánicos, cuestionamiento del dogma religioso, barniz cultureta y las calles de París, postal que siempre da muy bien en la pantalla.

Pues tampoco. En gran parte, por poner al frente del proyecto a un director tan inane como Ron Howard que, algún destello aparte (Desapariciones y Cinderella Man), puede convertir la mejor historia en una película de encefalograma plano. Y ocurre en ésta: las dos horas y media se hacen eternas porque no hay verdadera tensión, la narración carece de ritmo y, cuando se acerca al descubrimiento final, estás harto de pedir la hora, porque hace bastante tiempo que ha dejado de interesarte lo que ves, lo que incluye una de las secuencias peor rodadas y montadas de persecución que uno recuerda (y, si ni siquiera puedes ver una bien hecha secuencia de acción, algo que hasta las más adocenadas películas hollywoodienses son capaces de ofrecer, ¿qué te queda?).

Y ese sopor, esa planicie, se traslada a la interpretación de los actores, muy por debajo de lo que son capaces y han demostrado muchas veces: Tom Hanks, por ejemplo, deambula como si no se enterase muy bien de lo que pasa, y nunca entiendes por qué llega a ponerse en peligro por una desconocida como Sophie; en el caso de Audrey Tatou, no sale de su expresión de permanente mala leche. Jean Reno y Alfred Molina simplemente llegan, fichan y se van, y Paul Bettany se esfuerza con un papel que es el más ridículo de todos porque, aunque se pasa varias escenas intentando transmitirnos el sufrimiento interno del monje asesino Silas, cuando le vemos correr con su imposible hábito, la imagen echa por tierra cualquier esfuerzo interpretativo. Una iluminación plana, que no sabe sacar partido a la noche en que transcurre la mayor parte de la historia, una banda sonora irrelevante a pesar de que tiene coros y todo, etc.

Pero hay algo que, a quien esto escribe, le enerva de manera especial: la absoluta falta de sentido del humor que tiene la película. Los personajes se mueven, hablan, corren, descifran, matan o conspiran, y sus diálogos, su expresión, su forma de moverse, nos dice a cada momento: "¡qué trascendente es esto!" Para entendernos: no es, ni mucho menos, La última tentación de Cristo y su tremenda carga teológica. Al contrario, El código Da Vinci está más cerca de The Body, una peliculita sin tantas pretensiones, que era consciente de lo que era: un producto de simple consumo palomitero.

Por eso, uno hubiese agradecido que el Santo Grial lo buscase Indiana Jones. En busca del arca perdida también era inverosímil y tenía sus momentos en los que un personaje hablaba del Arca de la Alianza, ponía expresión arrebatada y la banda sonora de John Williams disparaba los coros y la trascendencia. Pero luego, a renglón seguido, el protagonista corría, saltaba, sufría y nos regalaba diálogos y situaciones hilarantes, adrenalíticas. No busquen nada de eso en El código Da Vinci: todo lo más, en el personaje de Ian MacKellen. Una vez más, el viejo monstruo de la escena se come a todos, con la simple demostración de que sabe divertirse con sus interpretaciones de personajes de doble fondo, como si fuese un juego que no acabase de creerse del todo pero que le divierte profundamente.

Oye, Stevie, ¿no tienes un hueco en el casting de Indiana Jones IV?

EL CÓDIGO DA VINCI. The Da Vinci Code. EE. UU., 2006. Color, 149 min. Director: Ron Howard. Intérpretes: Tom Hanks, Audrey Tatou, Ian MacKellen, Jean Reno, Alfred Molina, Paul Bettany. Guión: Akiva Goldsman, basado en el libro de Dan Brown. Fotografía: Salvatore Totino. Música: Hans Zimmer. Productores: John Calley, Brain Grazer. Vista en: Cine.

1 comentario:

Matías Cobo dijo...

Jeje, pues tienes razón: las películas han de saber de qué van y no ir de trascendentes si no pueden serlo de ninguna manera. Voto también por el regreso del cine de aventuras del bueno. Me llama la atención lo que comentas de Ian McKellen. Esa postura indolente, pero que no merma su magnífica capacidad interpretativa, también me vino a la cabeza cuando vi algunas de las entregas de X-Men. Se divierte como Magneto, pero parece no creérselo.