29 junio 2006

Y LA PALABRA SE HIZO CARNE


Si no fuera porque se trata ya de un lugar común poco original, el único calificativo que cabría hacerle al cine de Dreyer es el de milagroso. No sólo por lo que supone de un estilo muy particular de abordar unas historias entreveradas de una espiritualidad extrema, sino porque haya sobrevivido incluso a los embates de algunos nuevos directores que han querido realizar su particular "matanza del padre" para ganarse un lugar bajo el sol (somo haría Lars Von Trier, en muchos sentidos un cineasta imprescindible, con su peculiar homenaje a la película que nos ocupa al final de Rompiendo las olas).

Si difícil es apartar de la retina los formidables primeros planos de La pasión de Juana de Arco, una de las grandes películas del cine mudo, la sensación se refuerza cuando nos enfrentamos a Ordet, conocida también por su título en español, La palabra. Una obra construida con un único objetivo que la podía haber lastrado desde el principio: a lo largo de sus dos horas se nos narra una historia que prepara el terreno a un milagro final que rompe cualquier lógica del discurso. Una idea que, en manos de muchos otros directores, ha dado como resultado un cine religioso ñoño y útil sólo para ser proyectado en las clases de religión y catecismo.

Sin embargo, Dreyer va mucho más allá, hasta el punto de que en ninguna película como ésta ha podido captarse una espiritualidad y religiosidad más profundas, en que la fuerza de sus imágenes ni siquiera necesitan de la existencia de un espectador creyente para que éste entre en su juego. Ambientada en 1925, nos narra la historia de los Borgen, una rica familia de ganaderos y agricultores compuesta por Morten Borgen, viudo padre y patriarca, y sus tres hijos, Mikkel (casado con Inger, con la que tiene dos hijas), Johannes (un pobre loco enviado a estudiar teología y que, enloquecido por la lectura de Kierkegaard, se cree Jesucristo) y Anders, el pequeño. Este último está enamorado de la hija del sastre, enemigo en la fe de su padre, pues ambos se acusan mutuamente de ser herejes, por lo que la historia de amor entre ellos es poco menos que imposible.

A lo largo de la primera parte de la película, se nos muestra un mundo en el que la religión y la fe son unas cargas que sólo sirven para hacer infelices a los hombres, hormas en las que no hay lugar para sentimiento alguno, sino sólo para un obrar recto que desvíe al hombre del seguro camino hacia el infierno. Y Dreyer nos lo muestra con largos planos, separados por escasos cortes, en los que, una y otra vez, los personajes se van encontrando y hablando entre ellos sin mirarse ni un solo momento a los ojos. Todo el tiempo parecen sumidos en un permanente estado de reflexión, en una tristeza vital que parece ser compañera inseparable de la aspiración a la santidad. La cadencia de la narración y las estancias de la casa familiar, Borgenstraad, o de la sastrería, filmadas en un impecable blanco y negro, nos hablan de un mundo de frialdad donde sólo los jóvenes intentan, infructuosamente, abrirse un hueco.

Por contraste, los escenarios naturales son de una gran belleza: frente al quietismo de la vida de los humanos, las pocas escenas que suceden en los campos tienen una enorme importancia por el contraste, porque vemos las altas hierbas sacudidas por el viento, las nubes desplazándose... mientras que las estancias de los hombres son sólo cárceles, en las que cada uno se agarra a su religión, a su trabajo o a su ciencia (como es el caso del médico) para, más que vivir, sobrellevar la vida.

En este contexto es en el que surge la figura del demente Johannes, entrando y saliendo del cuadro cuando menos se le espera, despertando sentimientos incómodos entre todos los que le oyen quejarse, con voz alucinada y mirada perdida, de que ninguno de los creyentes le reconozca como el Mesías. En un momento dado, refiriéndose a la serie de desgracias que Dios parece haber decidido enviarle, Morten Borgen llega a lamentar que Johannes no haya muerto: "ni siquiera esa gracia nos es concedida".

La repentina enfermedad de Inger, la nuera embarazada de lo que promete que, esta vez sí, será un varón, será la gota que colme un cáliz lleno a rebosar de desgracias. Ella es la única que vive su fe de una manera serena, que es capaz de amar, de no ver nada admirable en el hecho de que su suegro se casara sin amor, por más que el matrimonio con su difunta esposa fuese modélico a los ojos de la Iglesia y de los demás. Con su enfermedad y sufrida agonía, la única chispa de vitalidad que quedaba en la casa se apaga, y parece que la luz desaparecerá definitivamente de la casa azotada por el frío del invierno. Johannes será el único capaz de detenerlo, y eso sólo porque su sobrina pequeña se lo pide, con la naturalidad y la fe sencilla y sin complicaciones de los niños.

Lo que hace que esta historia adquiera un halo universal capaz de llegar a todos, creyentes o no, es la extraordinaria concepción que de la puesta en escena tiene Dreyer: suaves travellings que rodean a unos personajes normalmente estáticos (¡qué rostros más increíblemente fotografiados mientras cantan los salmos!), con una especial atención a la soberbia escena en la que la niña habla por primera vez con Johannes y la cámara gira lentamente alrededor de ellos, dotándola así de belleza y equilibrio. Frente a los que consideran que saber mover bien una cámara es dejarse llevar por estertores y tics, Ordet se convierte en una muestra perfecta de cómo una cámara que casi nunca está quieta puede estar al servicio de una historia marcada por un profundo halo espiritual.

Pero lo que supone el logro mayor, un logro repetido en la filmografía de ese genio que fue Dreyer, es que, en realidad, y bajo un envoltorio religioso, se nos está haciendo un cántico, una exaltación de la vida. Pero no de una vida considerada en los estrechos límites marcados por las muchas beaterías que en el mundo son y han sido, sino la vida en estado puro, con su fuerza carnal, sensorial, que tiene en el amor y (¿por qué no decirlo?) en el sexo su más alta plasmación. Por eso uno de los últimos planos es el de ese beso en la mejilla, con la boca abierta, de Inger a su marido, tan carnal que incluso vemos claramente cómo un hilo de saliva les une momentáneamente, en la que casi es la única escena de contacto físico en toda la película.

Como volvería a decirnos en Gertrud, su última película, sólo esa es la fuerza que nos puede conectar con lo que nos supera, llamémosle Dios, el mundo o lo que buenamente queramos. Por eso la visión de esta película es tan reconfortante, porque nos recuerda la única vía para alcanzar la plenitud: la de sentirnos vivos y gozosos.


ORDET (LA PALABRA). Ordet. Dinamarca, 1955. Blanco y negro, 120 min. Dirección: Carl Theodor Dreyer. Intérpretes: Birgitte Federspiel, Henrik Malberg, Emil Hass Christensen, Preben Lrdorff Rye, Cay Kristiansen, Ejner Federspiel, Gerda Nielsen. Puesta en escena de la obra teatral de: Kaj Munk. Fotografía: Henning Bendtsen. Música: Paul Schierbeck, Sylvia Schierbeck. Productores: Carl Theodor Dreyer, Erik Nielsen, Tage Nielsen. Vista en: DVD (Filmax).

[+] Ordet-La Palabra, en El espejo de los sueños

26 junio 2006

CUATRO OJOS (I)


El ojo imposible
El arte ha buscado siempre transformar la realidad, convertir lo que el hombre podía ver y sentir en otra cosa, algo más soportable y que le ayudase a vivir en un mundo donde a cada momento acechan los peligros, las preocupaciones, las enfermedades y todo lo que constituye el lado oscuro de la vida. La búsqueda de la belleza, pues, no es otra cosa que un esfuerzo supremo por escapar de nuestra propia mortalidad. Sólo quien es capaz de atesorar la trascendencia de la obra de arte puede ir más allá, ser verdaderamente otro, encontrar la oculta armonía del mundo.

Esa búsqueda ganó un aliado fundamental con el nacimiento del cine. Pocas disciplinas artísticas como él han conseguido traer tanta maravilla a nuestros ojos, reconciliarnos con lo que nos rodea. Ya su nacimiento tuvo lugar en medio del asombro y la estupefacción, como demostraban los asustados primeros espectadores que, en el Bulevar de los Capuchinos, se apartaban al ver acercarse el tren que salía de la estación en los primeros cortos de los Lumière.

Pero no fue hasta siete años después cuando el cine desarrolló gran parte de su potencial. Aún era un lenguaje balbuciente, unos años vertiginosos y asombrosos en los que un puñado de genios visionarios hacían mil pruebas explorando las posibilidades aparentemente ilimitadas que el cinematógrafo había traído consigo, un aparato que fundía en su interior las posibilidades del teatro, la pintura, la fotografía, que buscaba la mejor forma de narrar las viejas historias conocidas por los libros o los narradores callejeros. En el interior de aquellas pequeñas cajas con manivela, poco mayores que las de zapatos, se producía un verdadero milagro, una alquimia que se derramaba luego desde el proyector en forma de luz que dibujaba sombras en las sábanas blancas con tal potencial que sustituían a lo real.

Así, no es extraño que fuese precisamente un mago el que permitiese al nuevo arte dar el salto definitivo. En un primer momento, Georges Mèlies adaptó los viejos trucos de ilusionismo, pero pronto descubrió que el cinematógrafo le ofrecía nuevas posibilidades, como la desaparición, que descubrió casualmente al proyectar una película en la que desaparecía un objeto por el simple método de detener la filmación, quitarlo y seguir filmando.

En los numerosos cortos de Mèlies, auténticas joyas que aún hoy pueden disfrutarse por su encanto e ingenuidad, cobraron vida seres y personajes que hasta entonces, a lo sumo, sólo podían verse en viejas láminas: sirenas, peces gigantes, aviones, enanos, colosos... cada nueva película era un reto mayor, lo que disparó los presupuestos e hizo que, a la larga, terminara arruinándose. Pero por encima de ellos, por la enorme potencia de sus imágenes, hasta el punto de que una de ellas se ha convertido en icónica, destaca Viaje a la Luna, rodada en ¡1902! Mueve a asombro que en tan pocos años el arte del cinematógrafo hubiese avanzado a semejante velocidad.

Para el público del momento, si había una aventura maravillosa y fantasiosa por excelencia, era la de viajar a nuestro satélite. Pocas décadas antes, Julio Verne ya había hecho el primer esfuerzo por encontrar una forma aparentemente racional de desplazarse hasta él, a través de un proyectil disparado por un enorme cañón. Un cañón que, de manera premonitoria, se construía y disparaba en Estados Unidos, país al que Verne parecía otorgar, a pesar de su patriotismo francés, la vitalidad y capacidad de conseguir ese objetivo, en un momento en el que las potencias europeas disfrutaban de sus últimos tiempos como absolutos líderes imperiales.

Mèlies tomó el material y la idea original de Verne pero, como era habitual en aquella época, ni reconoció la influencia ni se ciñó expresamente a lo contado. Los científicos que se reúnen al principio de la cinta tienen más de magos de capucha y varita, con largas barbas, que de investigadores, y el proyectil es introducido en el largo cañón por una fila de señoritas vestidas de la forma más insinuante que era permisible en la época (o sea, poco).

Pero es tras el disparo cuando ocurre el momento milagroso, no sólo porque se trata de una de las primeras ocasiones en las que se rompe la rigidez del cuadro (aún no existe lo que hoy conocemos como plano cinematográfico), con ese zoom que nos acerca la Luna pintada. Un segundo después, estallan todas las lógicas: con una sola imagen, Mèlies derriba las últimas puertas que contenían a la fantasía, y marca el momento fundacional a partir del cual todo es posible:
el cohete impacta en el ojo derecho de la Luna a la que, malhumorada, vemos mascullar, molesta.

A partir de ese momento, asistiremos a más maravillas, veremos a las estrellas con rostros de mujer, a Saturno asomándose con una larga barba por encima de sus anillos; veremos llover y nevar en la Luna, conoceremos a los extraños selenitas, que desaparecen con un simple golpe de varita y recuerdan a las tribus africanas que en los tiempos del colonialismo imaginaban los europeos que leían en los periódicos historias sobre remotas expediciones. Les veremos volver, les veremos hundirse en el mar y ser rescatados... asistiremos, por fin, a la celebración última de sus hazañas, como mandan los cánones.

Pero, cuando haya terminado la proyección, aún conservaremos la imagen del ojo impactado de la Luna, la imagen que dio verdadera carta de nacimiento al nuevo arte: a partir de ahí, la realidad se convertía en una mera convención que podía ser cambiada en una sala oscura, con un proyector que parecía una caja de zapatos con objetivo.

Quedaban abiertas las puertas a la maravilla, y cada una que hemos visto desde entonces no ha sido más que la penúltima, en esta sesión continua que dura ya más de un siglo.


VIAJE A LA LUNA. Voyage dans la Lune. Francia, 1902. Muda, blanco y negro, 14 min. Director y guión: Georges Mèlies (guión inspirado en el libro de Julio Verne). Intérpretes: Victor André, Bleuette Bernon, Brunnet, Jeanne D'Alcy, Georges Mèlies. Fotografía: Michaut, Lucien Tainguy. Productor: Georges Mèlies. Vista en: DVD (Divisa)

23 junio 2006

¿A QUIÉN QUIERES MÁS, AL CALAMAR O A LA BALLENA?

Con esta película hemos logrado añadir una línea más en la laaaaaaarga lista de títulos anodinos, sin sentido y olvidables. Porque convertir The Squid and the Whale en Una historia de Brooklyn es tela. Mi única duda es: ¿se habrá quedado calvo el responsable del fino trabajo? ¿Le habrán subido el sueldo? Hemos de reconocer que inventiva no le falta y que, ya puestos, podía llevar el taylorismo a la traducción de títulos; propongo que, cuando se estrene Marie Antoniette, la bautice como Una historia de Versalles; las de Clint Eastwood sobre Iwo Jima como Una historia de guerra y Otra historia de guerra o Una historia de tiros, respectivamente; o, ya puestos, la de Piratas del Caribe 2 como Una de piratas. Información no nos faltará antes de ver la película, desde luego.

Tiene delito. Sobre todo, porque el título original tiene un sentido que se nos desvela a lo largo de la película y se relaciona con el plano que la cierra. Una historia minimalista que, sin embargo, narra como pocas, sin fáciles recursos sentimentaloides ni trampas argumentales, la implosión de una familia formada por dos padres escritores y sus dos hijos varones, uno adolescente y otro un niño, cuando la pareja decide separarse. Inspirada, al parecer, en la historia real de su director, Noah Baumbach, sorprende porque se separa totalmente de su anterior trabajo como guionista en la marciana Life Aquatic (de hecho, el director de ésta, Wes Anderson, es uno de los productores). Un guión prodigioso, y unos actores que están simplemente soberbios (la siempre sobresaliente Laura Linney, pero también un sorprendentemente maduro Jeff Daniels y los dos hijos, interpretado el pequeño por el hijo real de Kevin Kline) nos levantan un retrato durísimo e implacable de cómo la separación de los padres deja totalmente confusos y sin referencias a los dos hermanos, que ven alteradas todas sus costumbres al perder cualquier referencia y no entender muy bien qué está pasando (y que la película nos muestra con una claridad sorprendente en una producción norteamericana; por ejemplo, el pequeño toma el hábito de ir masturbándose por los rincones de su escuela para embadurnar de semen los lomos de los libros de la biblioteca y las taquillas de sus compañeras).

Una historia de Brooklyn, sin embargo, va mucho más allá, y hace un demoledor retrato de una pareja de escritores, marcada por la lucha de egos y la exigencia de que sus hijos tienen que ser, obligatoriamente, genios con inquietudes: el padre desprecia a aquellos que no hayan obtenido un doctorado ("filisteos" los llama), pero es incapaz de sentir empatía por nadie y no puede entender que a su hijo pequeño no le atraigan las películas raras, los libros densos, y que su máxima admiración sea hacia su profesor de tenis; el hermano mayor, por su parte, se desespera por aparentar una pose intelectual que satisfaga el ego profundo de su padre, escritor incomprendido por la industria editorial que se carcome de celos por el éxito comercial y de crítica de su mujer.

Es en los pequeños detalles en los que gana la película y le hace superar el riesgo de ser una simple versión indie de cualquier telefilme de sobremesa. Rodada con planos muy cerrados (supongo que, entre otras cosas, por problemas de presupuesto ante la necesidad de aparentar el Nueva York de 1986, cuando transcurre la historia), la película disecciona cómo es posible que los miembros de una familia, sin ser monstruos, puedan ser capaces de llegar a odiarse de la manera en que sólo la frustración lo consigue.

Y que, como curiosidad, nos regala un nuevo personaje de Anna Paquin como alumna objeto del deseo de su profesor. De hecho, la primera escena en la que aparece es muy similar a la de La última noche, de Spike Lee: leyendo un texto en una clase, entre unos alumnos sentados en corro. Alguien debería decirle a esta chica que quizá convendría que haciese algo que no fuese de Pícara o de alumna seductora de profesores en crisis. Y ya puestos, ese mismo alguien quizá nos pueda resolver una duda: ¿cómo es posible que Laura Linney y Jeff Daniels fuesen nominados en los Globos de Oro como mejores actores ¡¡¡de comedia o musical!!!?

¿De qué marca será lo que se fuman los que hacen las nominaciones?

UNA HISTORIA DE BROOKLYN. The Squid and the Whale. EE. UU., 2005. Color, 88 min. Dirección y guión: Noah Baumbach. Intérpretes: Jeff Daniels, Laura Linney, Jesse Eisenberg, Owen Kline, Anna Paquin, William Baldwin. Fotografía: Robert D. Yerman. Música: Britta Phillips, Dean Wareham. Productores: Wes Anderson, Charlie Corwin, Clara Markowicz, Peter Newman. Vista en: Cine.

21 junio 2006

EL NOTA, TÍO, EL NOTA


Que el estilo de los hermanos Coen lleva un tiempo anquilosado, como si se estuviese convirtiendo en una repetición de los mismos esquemas, es un hecho evidente. La prueba es que, ávidos como estamos de volver a experimentar la maravilla (como nos ocurrió cuando vimos Muerte entre las flores, Fargo o Barton Fink), llegamos a poner bien una cosita como Ladykillers que, para qué vamos a engañarnos, no iba mucho más allá del nivel medio de la comedia hollywoodiense de ahora (pienso, por ejemplo, que si fueran los hermanos Farrelly los autores del gag del síndrome del colon irritable, muchos sesudos críticos habrían levantado una ceja displicente; pero, ¡ah!, como son los Coen, resulta que se trata de un gag cómico de primera). Aunque claro, también es verdad que cualquier cosa es mejor que ese horror titulado Crueldad intolerable (y me ahorro el chiste fácil).

La filmografía de los Coen esta repleta de un tipo de personajes que ellos han convertido en característico, una visión caricaturesca de tipos y géneros cinematográficos preexistentes, a medio camino entre el homenaje afectuoso y la mala leche paródica. Del Hombre que Nunca Estuvo Allí, al Everett de O'Brother, el Norville Barnes de El gran salto o el Jerry Lundegaard de Fargo, el ramillete de relecturas es casi inabarcable. Pero de todos, ninguno ha logrado traspasar la pantalla con la fuerza de Jeff Lebowski, alias El Nota.


Basta introducir su nombre en Google para encontrarnos con miles de páginas de fans como ésta, ésta (que incluso crea haikus aleatorios a partir de las frases de la película) o ésta; bares como éste de Alemania, que sirve el original white russian que Jeff Bridges bebía constantemente en la película (y que, por cierto, probé por primera vez en El Tío Vinagre, en Lavapiés, en cuya carta podía leerse: "Ruso blanco-lo que bebe El Nota", por gentileza de Vanesa)... incluso una convención anual que reúne a sus seguidores en EE. UU. y cuyas camisetas y posters tienen mucha gracia.

¿Quién es El Nota? En cierta forma, el arquetipo del parásito social, o al menos, el Parásito tal y como es concebido por las mentes bienpensantes norteamericanas: Jeff Lebowski, parado, separado, cuya máxima preocupación es mantener un subsidio que le permita pagarse su hierba, su ácido ocasional, sus partidas de bolos con sus amigos, que viste ropa digamos "cómoda" en cualquier ocasión (léase zapatillas, albornoz, bermudas y gafas de sol)... y sobre todo, y por encima de todo, buena gente, un hippy superviviente en una época (la de la primera Guerra del Golfo), y una ciudad (Los Ángeles) donde todo el mundo se mata por arañar un pedazo del "sueño americano".

Claro que, por contraste, es El Nota el que triunfa: todos los exitosos con los que se encuentra (millonarios, artistas, vanguardistas culturales, directores de porno, policías, émulos nihilistas de Kraftwerk, en una coña cultureta que tiene mucha gracia) pueden tener alfombras caras y lofts último-grito pero, al final, debajo de ellos siempre aparece la suciedad más asquerosa. Una suciedad que El Nota irá contemplando con su expresión de perpetuo buen rollo... Al fin y al cabo, ¿a él que le importa? Mientras pueda estar tranquilo en su sitio, disfrutando de la Cleadance, de un buen strike o de una charla insustancial con sus colegas, a cada cual más descerebrado, todo estará bien.

Y ahí está, puede, el quid de por qué nos gusta tanto El Nota; porque, al final, es el único que atraviesa la mierda sin mancharse (salvando las distancias, un poco como le pasaba al Tom Reagan de Muerte entre las flores). Lo de menos es la trama de la película, mera excusa para que, durante casi dos horas, nos contagiemos de su forma de ver la vida. En el fondo, todos queremos ser como él; y reconoceréis que, si encima tiene la presencia de Jeff Bridges, pues mejor que mejor, ¿no?

EL GRAN LEBOWSKI. The Big Lebowski. EE. UU., Reino Unido, 1998. Color, 117 min. Director: Joel Coen. Intérpretes: Jeff Bridges, John Goodman, Julianne Moore, Steve Buscemi, David Huddleston, Philip Seymour Hoffman, Tara Reid, Peter Stormare, John Turturro. Guión: Ethan Coen, Joel Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Productor: Ethan Coen. Vista en: DVD (Colección Hermanos Coen de El Cultural, de El Mundo)

17 junio 2006

¿QUIÉN DEVORÓ A TIMOTHY TREADWELL?

La historia de Timothy Treadwell tenía a priori todos los puntos para servir de alimento a un biopic típicamente hollywoodiense: joven norteamericano de buena presencia, jovial y animoso; perteneciente a una normal clase media, inadaptado, fracasado y con problemas de alcohol que, en una decisión en la que saca toda su fuerza de voluntad, decide consagrar su vida a un único objetivo: la defensa de los grandes osos pardos (grizzly) del Parque Nacional de Karmai, en Alaska. Y lo hace de una manera que muchos tildarían de suicida: viviendo entre estos animales que pueden llegar a los tres metros de altura cuando se ponen sobre sus patas traseras, capaces de desgarrar a un humano con un simple zarpazo, y extremadamente agresivos cuando consideran su territorio amenazado.

Treadwell se salió con la suya durante trece años, en los que compartió los veranos con los osos; superó su alcoholismo y se entregó a su tarea con la creación de una organización, Grizzly People, dedicada a la protección de sus criaturas, se convirtió en una estrella mediática entrevistada en televisión y recorrió las escuelas estadounidenses dando charlas (que no cobraba) para que los escolares aprendiesen a amar la naturaleza, lo que le hizo ser el ídolo de muchos niños. Una tarea que terminó abruptamente en octubre del 2003, cuando tanto Treadwell como su novia Amie Hughenard fueron devorados por un gran oso que tuvo que ser abatido por la partida enviada a recuperar los restos de la pareja. Como legado, dejó cien horas de material grabado de su experiencia entre 1999 y 2003 con los enormes plantígrados, donde documentaba cada momento transcurrido entre los animales.

No se puede pedir más para un oscarizable biopic conservacionista y una historia de superación personal, aspectos tan queridos por los ejecutivos de los grandes estudios. De hecho, si no fuera por el sangriento final, haría las delicias de Disney para filmar una variación de Bajo cero pero con osos (pero ni siquiera eso sería un problema, ya sabemos cómo el estudio fundado por tío Walt es experto en dulcificar las historias que considera podrían traumatizar a los tiernos infantes).

Pero claro, resulta que todo este material no cayó en las manos de ningún director biopiquero al uso, sino en las del alemán Werner Herzog, uno de los directores más visionarios de las últimas décadas, autor de empresas imposibles como Fitzcarraldo, Aguirre o la cólera de Dios o Grito de piedra. Y Herzog vio desde el primer momento que había mucho en común entre Timothy Treadwell y los personajes por él creados para ese gran alucinado que fue Klaus Kinski; sólo que, a diferencia de ellos, Treadwell era real y le ofrecía ya el material rodado. Sólo había que escoger y montar.

A partir de ello, Herzog plantea un viaje fascinante al mundo y la personalidad de su protagonista, en busca de las razones últimas por las que alguien como él se entrega a una tarea imposible. Al principio de la película, uno duda de si nos encontramos ante un héroe, un genio o, directamente, un cursi redomado: la pantalla nos lo muestra firme ante un oso que se acerca a querer echarle, en medio de un paisaje impresionante; el problema es que, cuando habla, una de cada cuatro frases incluyen la locución "Te amo", acompañada del nombre del oso que corresponda en cada momento. Además, Herzog entrevista a personas que conocieron a Treadwell, colaboradoras y continuadoras de su labor pero, en el otro lado, otros testimonios, incluido un nativo del lugar, nos dicen que lo que le pasó fue lo correcto, porque quiso tratar a los osos como seres humanos, y eso es un error: el oso hizo lo que se supone que tienen que hacer los osos, así de sencillo.

A partir de ahí, Herzog busca quién era en realidad Treadwell; y, para ello, tiene la ayuda de las confesiones hechas por el propio protagonista a cámara. Y así, lo que podría ser una película bella pero previsible, avanza hasta transformarse en una película aún más bella pero perturbadora, en la que comprendemos cómo Treadwell fue construyéndose su mito, cómo era perfectamente consciente de lo que hacía y cómo, en cierta forma, acabó buscando la muerte bajo las garras de un oso destinado a devorarle. Y sorprende ver cómo, en un momento en el que triunfan documentales en los que la naturaleza aparece como un entorno idílico donde nadie se come ni es comido, Treadwell descubre los restos de la garra de un osezno devorado por un macho, simplemente, para que la osa dejara de amamantarle y se mostrara dispuesta a la cópula. Descubrimientos que no encajan en su idílico mundo de "Te amo, sargento Brown".

Y aquí es donde el documental se vuelve más herzogiano, porque el alemán no ve por ningún lado piedad ni ningún sentimiento de amor en las grandes bestias; para él, la naturaleza es una fuerza hermosa pero con un único objetivo: conseguir comida para sobrevivir a mañana. Sólo los zorros acompañan a Treadwell y se dejan acariciar por él. Y, en realidad, si uno lo piensa, hay algo patético en la imagen de este hombre sonriente y jovial proclamando su amor inmenso por unos animales que permanecen detrás de él, sin darse siquiera la vuelta para mirarle y que, en las escasas escenas en las que él les roza, se vuelven a la defensiva. Sólo los oseznos se aproximan por curiosidad pero, en cuanto llegan a adultos, le rehúyen.

Y sin embargo, Herzog se rinde ante la estatura de Treadwell como documentalista. Y ante eso, sólo es posible darle la razón, porque el documental está lleno de imágenes de una belleza impresionante, que probablemente nadie como él haya rodado nunca de esos animales en su entorno. Pero al final, queda la duda de por qué murió Timothy Treadwell. Sí, devorado por un oso, ya lo sabemos; pero, ¿qué fue lo que le llevó hasta sus garras? Herzog nos esboza una posible respuesta.


GRIZZLY MAN. Grizzly Man. EE. UU., 2005. Color, 103 min. Dirección y guión: Werner Herzog. Fotografía: Peter Zeitlinger. Música: Richard Thompson. Productor: Erik Nelson. Vista en: Cine.

14 junio 2006

UNA JIRAFA UNCIDA AL ARADO

Hay pocas, muy pocas películas cuyo significado último simula aparecer con cada nuevo visionado. Crees que ya lo tienes todo, que no hay nada más, pero vuelves a verlas y encuentras aspectos nuevos, temas que subyacen a los que creías conocer; y así, la experiencia de acercarse a ellas como cinéfilo se convierte en una labor apasionante, como si estuviéramos haciendo una prospección en la que, según descendemos, fuésemos encontrándonos capas de distintos materiales, nunca iguales al anterior, siempre sorprendentes. Pero lo mejor es tomar distancia y contemplar el conjunto: sólo entonces tenemos la impresión de haber captado todo lo que contiene, una suma mayor al conjunto de sus partes; esos momentos tan escasos son los que te compensan por tanto amor al cine desperdiciado en malas películas y te dan fuerzas para seguir, porque albergas la esperanza de que tiene que haber más joyas así.

Confieso que me ha pasado muy pocas veces; supongo que, a lo largo de los días, irán desfilando por este blog todas aquellas películas que me hicieron vivir esa experiencia indefinible que tanto tiene que ver con el gozo artístico. Y justo es que una de las primeras sea precisamente ésta, Dioses y monstruos, tan simbólica para mí que le he dado su nombre a estas páginas. Una película de trama sencilla y resumible en pocas palabras, pero que contiene en su interior tal cúmulo de referencias, símbolos y temas, que la convierten en una de las obras más extraordinarias de la última década.

¿De qué va Dioses y monstruos? Muchas veces me he oído decir que el tema principal de una película debe poder resumirse en unas pocas líneas; y sin embargo, cuando intento aplicarlo a esta película, se quedan cortas, extremadamente cortas. El argumento es bien sabido por todos: James Whale, el afamado director de joyas como Frankenstein, La novia de Frankenstein o El hombre invisible, se enfrenta a la última fase de una extraña enfermedad, que le provoca toda suerte de alucinaciones auditivas, visuales y olfativas. Whale, homosexual reconocido (para siempre con el rostro de Ian McKellen, merced a una impresionante caracterización) lleva casi dos décadas retirado en su mansión, y los últimos tiempos los pasa solo con su criada, la fiel y leal Hanna (prodigiosa Lynn Redgrave). Hasta que contrata a un joven y atractivo jardinero, Clayton (sorprendente Brendan Fraser), al que convence para que pose para un retrato. Ése será el punto de partida para una relación extraña, a medio camino entre la seducción y la amistad, las frustraciones de uno y el miedo a la muerte del otro...

Sí, de eso va la película (sobre todo, si no queremos destripar el final). Pero, ¿es suficiente?

Para nada. Porque esta historia, que podía quedarse en un simple tour de force entre dos actores de registros, edad y experiencia tan diferentes, es una mera excusa para hablar de una serie de temas que, finalmente, tocan la fibra sensible de todo cinéfilo; e, incluso, de todo amante del arte; y, más allá, de quien haya amado y conocido una pérdida de cualquier tipo.

En primer lugar, y más reconocible, es un homenaje a un tipo de cine ya desaparecido, el que los viejos artesanos como Whale pusieron en marcha, y que aún hoy resulta deslumbrante. En este sentido, queda grabada a fuego en la retina la secuencia en la que Whale recuerda el momento en que rodaron la aparición de Elsa Lanchester caracterizada como la Novia: los actores hacen bromas procaces, todo el ambiente es de una frivolidad extrema, hasta que Whale dice: "Acción". Y entonces, como por arte de magia, todo se transforma. "Es horrorosa", dice su criada mientras ven la película en la televisión. "No, es hermosa", le contesta Whale.

En segundo lugar, la película nos habla de la fuerza transformadora del cine y, por extensión, del arte. Clayton no comprende a Whale, le teme, pero sus reticencias ceden ante el hecho de que Whale quiera pintarle, porque eso le abre unas puertas que ni siquiera conocía, y le lleva a poner en entredicho su concepción del mundo. Al igual que el propio Whale, que pasó una infancia muy diferente a la que ha hecho creer a la gente: nacido en el seno de una familia de clase obrera, demuestra desde muy joven una enorme sensibilidad por el arte, el dibujo, que sobrevive incluso a su trabajo agotador en una fábrica, siendo aún un niño. Lo que da pie a una de las frases memorables de una película que rebosa de ellas: "¿De dónde venía mi alegría? De ellos no (...) Era como si Dios les hubiese regalado una jirafa y ellos no supiesen hacer otra cosa con ella que uncirla al arado y ponerla a trabajar". El sentimiento de diferencia, porque no hay criatura más extraña que una jirafa, no se parece a ninguna otra; pocas frases tan hermosas como ésta he escuchado para expresarlo, una frase que, todo hay que decirlo, ya estaba en el libro original de Christopher Bram.

Y eso lleva al concepto de belleza: Whale es un gran hedonista, nunca dirá no a cualquier placer que se le ponga a su alcance, pero sobre todo ama la belleza, sea la física, la de una pintura, la de una melodía... todo lo que va perdiendo, precisamente, por culpa de su enfermedad. Y, enlazado con éste, el tema de la muerte, que no es otra cosa que la desaparición de la belleza, encarnada en la terrible historia que cuenta Whale de cómo tuvo que ver morir a su amor de la guerra atrapado en una alambrada cerca de su trinchera, y cómo durante meses pudo contemplar, sin poder descolgarlo, lo que el paso del tiempo iba produciendo en su cuerpo.

Todas las claves que va destilando la película tienen además, un curioso efecto retroactivo que ilumina la obra de Whale, o al menos sus películas fantásticas. Recuerdo, como uno de mis mejores momentos como amante del cine, una sesión doble en el cine Doré en la que proyectaron, primero, La novia de Frankenstein y, a continuación, Dioses y monstruos. Es una experiencia que recomiendo a cualquier cinéfilo y que es fácilmente reconstruible, ahora que están disponibles las dos en DVD. No parece que haya sesenta años entre una y otra, el diálogo que establecen, enriqueciéndose mutuamente, es constante. Sólo un grande del cine podía crear una obra que, hoy en día, siguiese estando tan viva.

Podría seguir escribiendo horas y horas, pero eso superaría con mucho la extensión recomendada para un texto de un blog (de hecho, creo que la supera ya con creces). Podría hablar sobre la partitura, creo que de las más redondas de Carter Burwell, el compositor habitual de los Coen; del boceto original del monstruo, que aparece en la película, de una sencillez perfecta; de la sátira del Hollywood dorado, con un brillo bajo el que se escondían joyas y escándalos baratos; del personaje de Clayton, quizá el más rico que haya interpretado nunca Fraser; del de la camarera, con esa gran secundaria tan olvidada que es Lolita Davidovich; de la relación entre Hanna y Whale... Y me tengo que morder la lengua (o los dedos) para no escribir del portentoso final y del último plano, auténtico broche de oro a una película perfecta.

Sí, podría escribir de muchas cosas, pero prefiero quedarme con esa imagen, la de una jirafa, un animal de apariencia tan fantástica como la de un unicornio, uncida a un arado. Si amas el arte, si amas la belleza, si amas el cine, seguro que en algún momento te has sentido así.

Yo, desde luego, sí.


DIOSES Y MONSTRUOS. Gods and Monsters. EE. UU., 1998. Color, blanco y negro, 105 min. Director y guión: Bill Condon (guión basado en el libro de Christopher Bram, "El padre de Frankenstein"). Intérpretes: Ian McKellen, Brendan Fraser, Lynn Redgrave, Lolita Davidovich, David Dukes. Fotografía: Stephen M. Katz. Música: Carter Burwell. Productores: Paul Colichman, Gregg Fienberg, Mark R. Harris. Vista en: DVD (Tristar)

11 junio 2006

EL SUICIDIO DE SAMUEL J. BICKE


¿Qué ocurre en la mente de un ciudadano corriente, un trabajador del montón, padre y esposo mediocre, creyente en las bondades de su país y en los derechos civiles, para que un día decida secuestrar un avión con la intención de estrellarlo contra la Casa Blanca, más con la intención de pasar a la historia como el autor de un magnicidio que para hacer una verdadera revolución?

La primera reacción que a uno le asalta al ver El asesinato de Richard Nixon, la opera prima de Niels Mueller (¡qué aluvión de interesantes primeras películas nos están llegando estas semanas!) es de sorpresa: una producción norteamericana, por mucho indie que sea, no parece el mejor terreno para mostrar cómo una persona normal (o al menos, de aparente normalidad) se transforma en un terrorista, por más que sea la suya una acción aislada, ajena a cualquier grupo (ridículo su intento de adherirse, siendo blanco, a los Panteras Negras, por aquellos años de 1972-74 tan en boga). Por eso, resulta gratificante ver en los títulos de crédito, en labores de producción, a nombres tan ligados a la industria y el glamour de Hollywood como Leonardo DiCaprio y Alfonso Cuarón, en un apoyo a una empresa difícil, casi imposible, como es la de llevar al cine una historia en la que el rótulo de basado en hechos reales, por una vez, no es gratuito y engañoso: de hecho, los aspectos más increíbles son absolutamente ciertos, si hemos de creer al director y co-guionista del film.

Pero quien asume mayor ración de riesgo es Sean Penn, por lo que supone para un actor ganador del Oscar aceptar el reto de hacer comprensible a un hombre que deviene asesino casi a su pesar. Y es un mérito que casi compensa sus esporádicas sobreactuaciones (¿os habéis fijado en que Penn es uno de los actores que peor lloran en pantalla, curiosamente igual de mal a como lo hace De Niro?), porque el toro a lidiar es bien bravo.

Y más si tenemos en cuenta la tesis sostenida por la película: Sam Bicke, en el fondo, no quiere más que ser lo que se supone que le corresponde, pero su mediocridad intrínseca, su falta de carisma y su dificultad para encajar en la sociedad, le llevan a chocar constantemente con la realidad: le gustaría ser empresario, pero es incapaz de poner en marcha una empresa, tras fracasar en trabajar en la familiar junto a su hermano; quiere recuperar a su mujer (una estupenda ¡y morena! Naomi Watts), pero sus torpes intentos no hacen más que alejarla cada vez más; que sus hijos le quieran, pero no hace nada para atraérselos; no consigue siquiera que su único amigo (Don Cheadle) crea en él; ni conservar a su perro, el único que parece hacerle algo de caso, si bien con escaso entusiasmo. Y esa disociación entre lo que es y lo que debería ser le lleva a perder sin remedio cualquier contacto con la realidad, hasta el punto de sentirse alma gemela de Leonard Bernstein, a quien pretende hacer partícipe de sus intenciones de perpetrar el crimen que cambiará el curso de la historia del mundo y le hará un hueco en los libros de historia, junto a Lee Harvey Oswald.

Pero es que en esa evolución late la denuncia de que un sistema político corrupto, en que la mentira es el santo y seña, en que se gana las elecciones prometiendo a los votantes sacar a las tropas de una guerra para a continuación multiplicar los soldados enviados allí, para volver a ganar prometiendo exactamente lo mismo; en que los procesos democráticos se ven infestados por investigaciones, trampas, difamaciones, tensiones, acaba contagiando sin remedio a la sociedad. En la alucinada visión de Sam, si no puedes confiar en el presidente, no lo puedes hacer en el sistema; y, entonces, es lícito atacarlo de manera violenta para sacudirlo. Y el hecho de que, en realidad, sólo quiera ser no ya querido, sino dejar de ser el invisible en cuya existencia nadie repara, no evita que la tesis mantenga un ligero hilo de relación con la manifestada en V de Vendetta, por más que en ésta lo heroico, lo magnífico, sustituya a lo monótono, lo aburrido, lo alienante. ¿Qué está pasando en Norteamérica para que tantas películas vengan a incidir en lo mismo?

Niels Mueller lleva con corrección la película, pero le falta ese algo que la convierta en una obra tan contundente como lo fue Taxi Driver en su momento. Nos describe de manera convincente el proceso, el ahogo que supone vivir en un sistema falsamente meritocrático, en el que estás constantemente bajo la lupa de alguien que juzga y valora tu comportamiento. Y sobre todo, lanza una advertencia, fácilmente legible mediante la simple sustitución de Nixon por cierto presidente texano actual. Pero sería un error quedarse en una lectura tan lejana a nuestras fronteras:
¿de verdad no nos está diciendo algo que podemos aplicar a nuestra propia realidad política y social actual?

EL ASESINATO DE RICHARD NIXON. The Assassination of Richard Nixon. EE. UU., México, 2004. Color, 96 min. Director: Niels Mueller. Intérpretes: Sean Penn, Naomi Watts, Don Cheadle, Jack Thompson, Brad William Henke. Guión: Kevin Kennedy, Niels Mueller. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Steven M. Stern. Productores: Alfonso Cuarón, Jorge Vergara. Vista en: Cine.

08 junio 2006

TE ESTOY LLAMANDO


Una película sobre las diferentes formas en las que se encarna la soledad: soledades absolutas, acompañadas, buscadas... Casi veinte años después de su realización, Bagdad Café sigue conservando una frescura nacida de la sencillez de su historia: los conflictos que en ella se nos muestran se resuelven, nunca mejor dicho, como por arte de magia (Jasmin logra volver al café después de tener que abandonarlo por caducarle su visado de turista, Brenda se reconcilia con su marido y la armonía familiar retorna, Rudi encuentra a su musa y rompe su aislamiento...). Sólo Debby, la sofisticada y quizá prostituida tatuadora, abandona el nido de paz y convivencia en que se convierte el Bagdad Café: «demasiada armonía», proclama, mientras huye atolondradamente, y el resto de los personajes le suplica: «eres como de la familia».

Una familia extraña, sí; pero familia, al fin y al cabo. Lo de menos es el escenario; o bueno, mejor dicho no, porque ese vetusto establecimiento perdido en medio de algún lugar del desierto de Nevada, es el lugar ideal para que desaparezca cualquier referencia a una vida anterior. Lo que no importa es que sea de unos improbables Estados Unidos, ni que Jasmin y su esposo atraviesen la calurosa carretera enfundados en imposibles trajes tradicionales ¿bávaros? ¿tiroleses? Como no importa que se trate de personajes escasamente originales, que hemos visto decenas de veces en otras películas. Pero en pocas como en ésta, por alguna extraña conjunción que no se sabe si tiene más de alquimia que de química, funcionan tan bien.

Una película cuyo comienzo es algo desalentador, porque resulta demasiado surrealista, con la fotografía saturada de luz solar y unos encuadres casi aberrantes. Una secuencia muda, bajo un soniquete de música de banda teutona, que no sabemos cómo interpretar. Y, de repente, surge el milagro: empiezan los títulos de crédito, y la preciosa voz de Jevetta Steele irrumpe, como si viniera de otra película diferente, y empieza a decirnos:
«There's a road from Las Vegas to nowhere...», las primeras palabras de una de las mejores canciones compuestas nunca para una banda sonora. Y entonces, sí, todo cambia, y nos dejamos llevar, porque es la canción la que nos da la pista de cómo tenemos que verla, la pista de la soledad.

Y quizá en esa sencillez, en esos momentos de una ingenuidad deliciosa (como cuando Jasmin empieza a limpiar y ordenar el café, y vemos dos texturas diferentes en la imagen: saturada y sucia en la parte aún por adecentar, con un cielo azul y cristalino en la ya arreglada), es donde radica el encanto de una película que sortea pronto el peligro de la pedantería cultureta. Sabemos entonces lo que estamos viendo, porque todos nos reconocemos en alguno de los excéntricos habitantes del motel y, como en Cheers, nos gustaría estar allí, ver a Brenda discutir con el mundo entero, admirar los trucos de magia de Jasmin e, incluso, contemplar el efecto del doble sol en el desierto mientras una música suave nos dice: «I’m calling you...»

BAGDAD CAFÉ. Bagdad Cafe. Alemania Occidental, EE. UU., 1987. Color, 108 min. Director: Percy Adlon. Intérpretes: Marianne Sägebrecht, Cch Pounder, Jack Palance, Christine Kaufmann. Guión: Eleonore Adlon, Percy Adlon. Fotografía: Bernd Heinl. Música: Bob Telson, Lee Breuer. Productores: Eleonore Adlon, Percy Adlon. Vista en: DVD (colección Cine Europeo, de El País)

05 junio 2006

LA GRAN VÍA, ATACADA

El genial cartel que el canal temático Sci Fi ha realizado para su muestra de cine nos lleva a los cinéfilos, inevitablemente, a recordar decenas de películas en las que los pérfidos extraterrestres destrozaban los símbolos de la civilización que suelen ser bien yanquis (la Casa Blanca, el Capitolio, el Golden Gate o Las Vegas en la gamberrada burtoniana de Mars Attacks!), bien la torre Eiffel o el Big Ben (summun europeo según los cánones hollywoodienses, al parecer) o, en las sagas de Godzilla o similares, desconocidos (para nosotros, claro) edificios nipones. Además, esas destrucciones eran de todos los tipos: desde las auténticamente cutres (¡gloriosa serie B, divertida serie Z!) o con un grado de detalle sobrecogedor (Independence Day o los trípodes de La guerra de los mundos como quintaesencia del terror exterminador).

Seguro que en algún lugar de internet se oculta una contabilidad de cuántas veces han sido destruidos en pantalla cada uno de esos edificios y símbolos. Por eso, creo que ha llegado la hora de exigir a nuestra industria cinematográfica, de una vez por todas, la entrada en ese hall of fame que supone ver cómo lugares por todos reconocibles son destruidos por platillos volantes, monstruos mutantes, robots descontrolados o cualquier otra fuerza, preferiblemente alienígena. Definitivamente, pasaríamos a jugar en primera división. Además, la técnica digital ya está a nuestro alcance (cualquier bloque publicitario en televisión nos lo demuestra), así que ya va siendo hora de que Álex de la Iglesia, o cualquier otro genio aún oculto, nos brinde la versión agigantada de la escena del anuncio de Schweppes de El día de la bestia: cambiemos el luminoso por la entera Gran Vía, y a Santiago Segura por un primo de Godzilla y echémoslo a rodar.

(¡Dios mío, me emociono sólo con pensarlo!)

03 junio 2006

CHUPARSE EL DEDO NO ES LO PEOR


No señor, visto lo visto, chuparse el dedo no es lo peor que puede pasarte en cuestión de adicciones. O lo que es lo mismo, de válvulas de escape para romper la monotonía y huir de una realidad asfixiante.

De eso, ni más ni menos, es de lo que nos habla Mike Mills en su opera prima, Thumbsucker, un título que viene a sumarse al goteo de películas bendecidas por Sundance en los últimos años, y que nos van llegando con una cierta regularidad: no están todas las que son pero, desde luego, sí que son todas las que están.

Y como en Hard Candy o en Capote, nos enfrentamos a la primera película de un director de videoclips. Algo que, a priori, nos debería poner en guardia (o por lo menos a los que pertenecemos a la generación que crecimos con los Tony Scott o Russell Mulcahy); pero los tiempos han cambiado y, a tenor de los resultados, casi dan ganas de decir que los nuevos videocliperos, o al menos los de la escena alternativa, vienen pertrechados con pretensiones más artísticas, si bien sigan sufriendo de una peligrosa tendencia a dejar una huella personal, venga o no a cuento, en sus obras.

Ni siquiera Thumbsucker, por lo demás un título bastante equilibrado, queda totalmente exento de ello (ahí está el ridículo plano de las moléculas químicas ensamblándose, pequeña gracieta modernilla que no pega ni con cola con la estética del resto de la película). Como sucedía en Capote, Mills opta por un ritmo pausado, que se apoya de manera casi exclusiva en panorámicas, y donde los travellings son escasos. Y todo ello para contarnos una historia que no es nueva (los problemas de un adolescente para encontrar su hueco en un mundo angustiosamente vacío y desilusionante), pero que encuentra en su adicción a chuparse el dedo una original forma de expresarlo.

En un entorno en el que no importa cómo eres sino lo que pareces, ni lo que piensas sino cómo lo expresas (genial el retrato de esa estupidez llamada "clubs de debate", donde grupos de alumnos compiten a nivel estatal defendiendo unas veces una postura y otras la contraria, con una agilidad que haría la delicia de los sofistas), tener la costumbre de encontrar paz y sosiego llevándote el pulgar a la boca puede ser algo intolerable; hasta el punto de que
, para compensar la falta de confianza que le produce al protagonista la extirpación de tan nefanda costumbre, los padres aceptan de buen grado que la sustituya por una adicción a los estimulantes, bien regulados, eso sí, por la correspondiente autoridad médica.

Por eso, no es de extrañar que Justin (justos premios en Sundance y Berlín para Lou Taylor Pucci) atraviese los diecisiete años de bandazo en bandazo, porque los adultos que le rodean no tienen una situación mucho mejor: su padre rumia en silencio su frustración por no haber llegado a ser la estrella del deporte que prometía llegar a ser (y que, al contrario que en las películas típica y estúpidamente hollywoodienses, en las que el progenitor se realiza a posteriori a través del hijo, en este caso cualquier avance del suyo le fastidia enormemente porque amenaza con dejarle a solas con su frustración), su madre (Tilda Swinton, tan bien en un papel en las antípodas del de Las crónicas de Narnia, donde era lo único decente) sortea su inseguridad trabajando en una clínica de rehabilitación para famosos, mientras que su profesor (estupendo Vince Vaughn) parece únicamente volcado en que sus pupilos se lleven todos los premios posibles, para su novia el sexo y la marihuana no son más que cosas nuevas a experimentar y que se agotan en sí mismas, y su dentista-gurú (anodina interpretación de Keanu Reeves) oscila del hippismo ingenuo al utilitarismo puro.

Todos ellos habitan casas con habitaciones de colores apagados y levemente asfixiantes, iluminadas con luz artificial, en la que apenas penetran los rayos de sol y donde abundan los espejos en los que se reflejan los personajes, de tal forma que, muchas veces, vemos antes su reflejo que la imagen real, como una metáfora de lo que verdaderamente les sucede. Y, como tantas veces en el caso de una opera prima (como ya sucediera con la irregular pero a ratos prodigiosa Everything Is Illuminated), sin alcanzar la maestría, la película ofrece los suficientes puntos de interés como para anotar el nombre de Mike Mills en la lista de nuevos valores a seguir. Esperemos que la serpiente del Edén de los Modernillos no le pierda, y que los toques que aparecen a lo largo de esta película no crezcan y se desarrollen cual virus mutantes (el sujeto ha sido diagnosticado como perteneciente a ese grupo de riesgo liderado por la niña Coppola; se recomienda estudiar con atención su evolución para prevenir la aparición del síntoma conocido como sarpullido guay).


THUMBSUCKER. Thumbsucker. EE. UU., 2005. Color, 96 min. Director y guión: Mike Mills (guión basado en el libro de Walter Kirn). Intérpretes: Lou Taylor Pucci, Tilda Swinton, Vince Vaughn, Vincent D'Onofrio, Keanu Reeves, Benjamin Bratt, Kelli Garner. Fotografía: Joaquín Baca-Asay. Música: Tim Delaughter. Productores: Anthony Bregman, Bob Stephenson. Vista en: Cine.