30 noviembre 2008

MINUTOS MUSICALES (VII)


UN FALSO RAYO DE LUZ

Ha llovido ya mucho desde que John Boorman firmara esa joya que es Deliverance, pero aún sigue teniendo una fuerza que ya quisieran
muchas de las películas que, una y otra vez, retoman el argumento de los hombres urbanitas y aparentemente civilizados que se ven enfrentados a una naturaleza y una población hostil que no les quiere. Con una dureza sorprendente por la fecha en la que fue concebida, sin embargo el momento más recordado sigue siendo este único y fulgurante rayo de luz, la única escena con música, el duelo de banjos entre uno de los excursionistas y un chico minusválido psíquico que nos hace creer que puede haber algún punto de contacto entre dos grupos que pronto comenzarán a matarse. Aunque, bien mirado, la escena no está exenta de algo inquietante que augura lo que va a ocurrir después...

Eric Weissberg y Steve Mandell, Dueling Banjos, de la BSO de Deliverance (Defensa) (1972) (3' 23")



PAZ EN MEDIO DE LA MATANZA

Aunque son los cantos melanesios los que todo el mundo recuerda de la banda sonora de La delgada línea roja, estos días he vuelto a escuchar una partitura que, sin lugar a dudas, se encuentra entre lo mejor de Hans Zimmer, un compositor que, en demasiada
s ocasiones, se deja llevar por un efectismo facilón que desdice de su verdadera estatura. Pero los cortes de este score para la cinta de Terrence Malick son un regalo para el oído, largas piezas que no son música para oír y tirar, sino auténticos viajes con una enorme capacidad de transmitir emociones, algo tan extraño como el tipo de película bélica que las incluye. Y entre todos, uno de mis preferidos es éste, en el que se diría que nuestra alma sigue el mismo camino de elevación que la melodía, antes de que nos deje en un remanso más tranquilo...

Hans Zimmer, Journey to the Line, de la BSO de La delgada línea roja (1998) (9' 21")



¡BAILEMOS (AUNQUE VENGA LA NAVIDAD)!

¿Os deprime tanto la Navidad como a mí? Pues habrá que ponerle remedio, y uno de los mejores es el de rodearnos de buena música que
nos sacuda la nostalgia, los malos recuerdos, la sensación de falta de luz, de frío y soledad impuesta que tanta alegría y felicidad impostada y por decreto trae ya por las calles iluminadas. Y desde luego, si hay una pieza optimista, llena de alegría por la vida y de celebración, es este largo tema, que sintetiza varios de los cortes que Michael Giacchino, que va camino de revalidarse como genio, compuso para, a su vez, esa joya que es Ratatouille. Escuchadlo, y si os da ganas de bailar, no lo dudéis: seguid a vuestros pies.

Michael Giacchino, End Creditouilles, de la BSO de Ratatouille (2007) (9' 16")



Leer Minutos musicales I, II, III, IV, V y VI


Y hablando de cine...




Quantum of solace: Bond no es Bourne

Es innegable que existe ya un "momento Bourne" que va a marcar un antes y un después del cine de acción. Y lo más sorprendente es que ese modelo de héroe doliente... Leer más

23 noviembre 2008

EL CUENTO DE ALEXANDRIA


Antes de empezar a leer este post, por favor, dadle al play y ved este vídeo.


Lo malo de ver tanto cine es que empieza a ser difícil que te
encuentres con algo que verdaderamente te arrebate. Uno tiene la sensación de que hubo una época feliz en la que descubría casi una joya cada semana, porque era tanto lo que había por explorar, y tan poco lo conocido, que el nivel de exigencia era mínimo. Pero en esto, como en todo, la excelencia termina reñida con la cantidad: cuando los títulos que has visto se pueden contar por decenas, por centenares, por miles... ¿cómo evitar que un hartazgo que te congele el gusto te invada?

Afortunadamente, aunque cada vez más raras, sigue habiendo esas películas que se destapan como una caja de sorpresas y te dejan clavado al asiento. Por este blog han ido pasando ya algunas de ellas, pero lo difícil es ampl
iar la nómina. Pues bien, puedo decir que una película que ha llegado a nuestras carteleras (de manera casi subrepticia, eso sí, no en vano fue galardonada como la Mejor Película del Festival de Sitges... del año pasado) me ha devuelto esa sensación. Y cuando la paladeas de nuevo, comprendes cuántas semanas has pasado viendo simulacros de cine, productos acartonados que si tienes el buen día das por buenos sólo porque no quieres sentir que has perdido el tiempo; y si lo tienes malo, directamente juras y perjuras que no volverán a engañarte.

The fall: El sueño de Alexandria es una película excesiva, un auténtico delirio visual en el que confluyen mil y una estéticas que llenan cada uno de sus planos, pero que parten de una historia mínima, si me apuráis escasamente original, pero que le da sentido: estamos en la década de los 20, y una niña rumana (una simplemente prodigiosa Catinca Untaru) pasa los días en un hospital mientras se le cura un brazo que se ha roto cogiendo naranjas con su familia inmigrante que ha llegado a California después de que su padre fuera asesinado en un brote xenófobo. Allí conocerá a un especialista del cine mudo, convaleciente tras un grave accidente al intentar saltar con un caballo desde un puente durante un rodaje, y que además encierra una herida mucho más profunda, un desengaño sentimental que le ha sorbido las ganas de vivir.


Entre estos dos personajes rebosantes de imaginación se entablará una relación marcada por un cuento que irán desgranando a cuatro manos, a dos cabezas, a dos imaginaciones. Pero mientras la niña se deja llevar por el vuelo libre de construir una historia en la que se confunden estéticas, personajes y lugares lejanos y que no tienen nada que ver unos con otros, el adulto especialista sigue un plan determinado para enganchar a la niña y conseguir que le traiga a la cama las pastillas que le permitirán suicidarse y poner término a su vida fracasada y sin esperanza.


Sobre ese eje, el director indio Tarsem (cuyo nombre completo es Tarsem Singh Dhandwar) va mostrando en imágenes el imposible relato, para cuya filmación fue necesario viajar a veinte países de todo el mundo, cuyas maravillas se solapan en un abigarrado espectáculo alejado de toda realidad, y cuyos personajes se visten con unos delirantes y hermosísimos ropajes creados por Eiko Ishioka, la ganadora de un Oscar al Mejor Vestuario por Drácula de Bram Stoker. Con estos elementos, Tarsem nos regala una experiencia única, en
la que se encierran incluso dolorosas reflexiones sobre las limitaciones de la fantasía como salvavidas para quien en realidad no quiera salvarse, y que sorprende por la inventiva, el humor y la alternancia entre excesos y equilibrios de que es capaz un director que ha mamado de dos estéticas tan opuestas como la india y la de Hollywood.

Pero no podía ser de otro modo, porque la película se inicia con una secuencia de títulos de crédito que a continuación os acompaño, un prodigio de belleza, equilibrio y elegancia, hasta el punto de que no parecen planos, sino diseños certeros en los que cada elemento cumple su función en este, en el fondo, maravilloso canto de amor al cine...





Y hablando de cine...




JCVD: Descubriendo a Van Damme

Servidor jamás hubiera sospechado que acabaría rindiéndose ante una película protagonizada por Jean-Claude Van Damme. Sin embargo, tras visionar JCVD, no queda otra opción que quitarse el... Leer más







Red de mentiras: Otro frío producto de Ridley Scott


Ridley Scott obtuvo muy pronto la consideración de genio, pero lo cierto es que en los últimos tiempos parece encontrarse muy cómodo comportándose más como un cineasta eficaz que... Leer más



16 noviembre 2008

HISTORIA DE UNA CABECERA

Los que tenéis la paciencia suficiente para pasaros por aquí de vez en cuando habréis notado el cambio de diseño que ha experimentado el blog. No es desde luego el primero, pero para mí es especial porque por fin he podido darle un toque que llevaba acariciando desde que lo abrí, hace más de dos años: el añadir una ilustración en la cabecera que sirviera para darle un toque de personalidad, máxime cuando quien esto firma pertenece a la legión de analfabetos informáticos que ha de conformarse con las plantillas predeterminadas que ofrece Blogger, porque aspirar a crear una propia y original entra directamente en el terreno de las tareas hercúleas.

Pero no ha sido hasta hace unas semanas, coincidiendo casi con la reanudación de las colaboraciones en el blog, cuando finalmente me he puesto a ello en serio. Y antes de decidirme por qué ilustración quería que figurara, sí que tuve claro desde el principio quién me gustaría que la hiciese
. Sigo La espiral roja, el blog de Lucinda, casi desde que empecé en esto de la blogosfera, y desde el primer momento me llamó la atención su curiosidad y su talento a la hora de hacer sus ilustraciones. Os recomiendo de verdad que os deis un paseo por su página, y estoy convencido de que os encontraréis con piezas que os encantarán. Además, hay algo en su actitud fresca y desmitificadora (lo que no quiere decir que no mantenga su propio Olimpo de particulares dioses), pero en la que a la vez aparece lo poético, que me gusta mucho para el toque que quería darle a Dioses y Monstruos. Evidentemente, nuestros mundos e intereses son diferentes, pero creo que tenemos los suficientes puntos en contacto que podían ayudar a que interpretara a la perfección, y enriqueciera, lo que yo quería.


Me llevé una enorme alegría cuando aceptó el encargo. Y lo primero fue elegir qué foto tendría que servir de modelo para la ilustración. Le hice llegar varias propuestas, pero finalmente los dos coincidimso en nuestra preferida: un fotograma de la bellísima película Todo está iluminado, en el que el personaje de Elijah Wood contempla su particular colección de objetos con los que pretende atrapar el recuerdo de su familia y seres queridos. Y es que esa imagen tiene tanta fuerza porque, en cierta forma, puede considerarse una metáfora de lo que es un blog: cada post sería como ese recorte, esa dentadura, ese bolígrafo o ese condón usado que el protagonista de la película guarda escrupulosamente en una bolsita de plástico antes de clasificarla. Es decir, una muestra de un conjunto más grande, un tímido intento (supongo que condenado al fracaso desde el primer momento, pero no por ello menos ilusionante) por clasificar y dar un cierto orden al muchas veces confuso mapa de nuestros intereses.


A partir de ahí, y durante un tiempo, pude ver cómo iba avanzando el trabajo, y me arrebató desde el principio, sobre todo por el contraste entre el bolígrafo y la acuarela (dentro de lo que puede valer la opinión de alguien no especialmente dotado para valorar el arte, todo hay que decirlo). Creo que le da una textura muy cálida, que además queda reforzada por el fondo que tiene esta plantilla. Con todo ello, sinceramente, creo que queda una entrada tremendamente elegante, sugerente, y que en cierta forma ejemplifica lo que pretende ser este blog. Claro que otra cosa es que lo que debajo de ella sigue tenga ese nivel, pero ése es otro cantar, y en todo caso achacable única y exclusivamente a mí. Pero no es mala cosa contar en el pórtico con una muestra de talento; no es mal tejado en el que guarecerse.




La escena de la película en la que Jonathan Safran Foer (Elijah Wood) muestra su particular colección.

09 noviembre 2008

LA ÚLTIMA MARAVILLA

La noticia de la (sorprendente, al menos para mí) muerte de Michael Crichton me ha traído a la memoria algún que otro recuerdo personal y cinéfilo que guarda relación con el autor de La amenaza de Andrómeda. Ya sé que ningún catedrático de literatura ni ningún sesudo crítico guardará luto por él, pero lo que no se puede negar es que tenía un tremendo olfato para descubrir por dónde se movían los temas que más podían inquietar a sus millonarios (en cantidad, que para millonario en capital, él) lectores, por más que en alguna ocasión se dejaba llevar directamente por los planteamientos provocadoramente simplones (Sol naciente).

De todo lo publicado estos días, me han llamado la atención algunos artículos que venían a decir que lo que proponía en sus libros, de una manera alejada a lo que hacía, por ejemplo, un Arthur C. Clarke, era totalmente imposible. Y es más, que su formación como médico y científico le hacía estar perfectamente enterado de que era así; y en cuanto a los ejemplos señeros, ¿cuál destacaba? Evidentemente, el que va a quedar como referencia ineludible de la historia del cine de entretenimiento: la posibilidad de que pudiera resucitarse a los dinosaurios a partir del ADN encerrado en la sangre chupada por mosquitos prehistóricos conservados en ámbar (nunca se podrá hacer eso, nos informaban los críticos de Crichton, por la sencilla razón de que ese material genético está corrupto por el paso de millones de años). O sea, que todo el material de partida de su inolvidable saga de Jurassic Park era falso; ergo, su fantasía era poco seria. O sea, que Clarke F. C., 1-U. D. Crichton, 0. O lo que es lo mismo, que el primero era un escritor con todas las letras, el otro un vendedor de supercherías.

La verdad es que es un razonamiento que no entiendo. Si lo aplicáramos estrictamente, entonces el Frankenstein de Mary W. Shelley habría perdido cualquier interés en el momento en que quedó meridianamente claro que la electricidad, venga de un rayo o de donde sea, es totalmente incapaz de devolver la vida a un cuerpo muerto (más bien suele funcionar al contrario). Y la centenaria permanencia en el imaginario colectivo de los mundos prehistóricos creados por Julio Verne (Viaje al centro de la Tierra) y Arthur Conan Doyle (El mundo perdido) poco menos que un error, pues si la base científica de Crichton es falsa, ¿qué habría de decir de unos textos que plantean que nuestro planeta está hueco (el primero), o la permanencia de los dinosaurios en una tierra exótica en la que habrían escapado a su extinción (el segundo)?

Parece que hay gente que sigue pensando que el término “metáfora” está reservado únicamente para la alta literatura. Porque, si no fuera así y se permitiera su uso por la plebe de los libros de gran consumo (nótese cómo, siguiendo esos dictados, he omitido la repetición de la sacrosanta palabra “literatura” para no contaminarla), quizá no habría más remedio que convenir en que Jurassic Park es una de las metáforas más acertadas de en lo que se ha convertido nuestra sociedad, recorrida por la necesidad de sufrir huecas sacudidas adrenalíticas que conviertan nuestro ocio en algo de consumo inmediato en lo que no exista nada sagrado ni que lleve a la reflexión, ni siquiera el enfrentarnos con unas criaturas que nos ponen en su sitio porque nos vienen a decir que, para la naturaleza, somos tan prescindibles como lo fueron ellas. Malas noticias para el Rey de la Creación, aka diseño inteligente.

La versión cinematográfica de Steven Spielberg leyó a la perfección ese subtexto que recorre una de las obras maestras que ha dado el cine de entretenimiento, por más que los críticos, tan miopes como es habitual (me aplico el cuento) la pusieran en su momento a caldo (no deja de ser curioso que ahora, cada vez que la reponen en la televisión, la calificación raramente baje de las tres estrellas). Y así llegamos a lo que debería haber sido el recuerdo cinéfilo y personal que arrancó este post, y que al final se ha retardado hasta este momento: si recuerdo esta película (que vi el día de su estreno) con especial cariño, es porque creo que fue la última vez que asistí boquiabierto como un niño ante la maravilla de ver aquellos dinosaurios, durante unos pocos minutos, verdaderamente vivos. Desde entonces, creo que todos nos hemos hastiado de virguerías digitales y de que lo imposible se muestre ante nuestros ojos; y así, desde aquel ya lejano 1993 he tenido ocasión de admirar la belleza de un plano o una secuencia, de degustar detalles exquisitos o celebrar excesos con gracia. Pero esa ilusión infantil nadie me la ha ocasionado como la primera vez que los protagonistas descubren la llanura poblada de criaturas de cuento. ¿Cómo no va uno a perdonárselo todo a Spielberg y, por extensión, a Crichton?



Aunque desde luego no llega a los niveles de cinefilia de sagas como Star Wars o El señor de los anillos, Jurassic Park tiene su correspondiente legión de fieles, capaces de homenajear, sobre todo, las memorables escenas de la primera entrega. Como esta nueva versión del inolvidable ataque del tiranosaurio, recreada con figuras de Lego y con un final ligeramente diferente al que vimos en la pantalla...

02 noviembre 2008

NADIE ME LO ADVIRTIÓ


Hay una vocación en mí anterior a cualquier otra: la de escribir. O mejor dicho, la de narrar. Recuerdo que gran parte de mis juegos cuando era niño consistía en inventar historias a partir de las series que veíamos por entonces. En sexto, séptimo u octavo de EGB, me inventaba pequeños sketches teatrales (bueno, tal vez ése sería un término quizá excesivo para lo que realmente eran), y pedía permiso a los profesores para que nos dejaran, a mí y a mis amigos, representarlos. Pero sobre todo, recuerdo que empecé a escribir a máquina muy pronto, en una vieja Olivetti Studio 45 azul que hacía que temblase toda la mesa cada vez que le daba a una tecla, pero que me sirvió para parir relatos, novelas (por la extensión más que otra cosa, porque rubor me daría volver a leerlas), incluso una revista que tecleaba doblando los folios y consiguiendo, así, cuatro páginas por cada uno de ellos (y lo más increíble: tras conseguir liar a una prima mía que trabajaba en una tienda de fotocopias para que me las copiase, ¡lograba venderlas!).

Y lo más curioso es que esas tardes y días pasados delante de la máquina de escribir son, quizá, los momentos que recuerdo sentir la intensidad de estar creando algo. Poco importa que, en realidad, no hiciera más que remedar las historias de los libros que por entonces me leía, mayoritariamente de ciencia-ficción... aunque incluso me atreví con un serial sobre la guerra de las Malvinas: al llegar a casa por la tarde, después del colegio, escuchaba las noticias de lo que había sucedido, y con eso escribía un folio que leía a mis compañeros del autobús escolar cada día. No recuerdo nada, más allá de que me inventé a dos soldados argentinos que iban a luchar, ¡yo que no tenía ni idea de cómo era la gente de Argentina! Sólo sé que tenía, por entonces, 11 años, y que no recuerdo cómo terminaba la historia... (aunque, dada mi temprana tendencia hacia el tremendismo, estoy convencido de que nada bien para mis pobres protagonistas).

Luego pasaron los años, y ese entusiasmo inicial se fue diluyendo, o encontrando otros destinos. Muy tarde, apareció el cine, y desde entonces prácticamente lo que he escrito versa sobre él. He pasado a escribir sobre las historias que otros imaginan, y no sé muy bien si eso es un paso adelante o un paso atrás. De vez en cuando surgen esfuerzos que no salen del cajón, porque he ido perdiendo confianza en mi capacidad para trazar falsas historias verdaderas (o verdaderas falsas historias); o quizá es que, simplemente, la edad me ha ido haciendo más escéptico, o que tal vez me he dado cuenta de que, en demasiadas ocasiones, la realidad supera a la ficción. O que ya apenas lloro ante una página de un libro, mientras permanezco con la capacidad intacta de emocionarme ante lo que veo en una pantalla... No lo sé; mentiría si dijera que he dedicado mucho tiempo a buscar una respuesta. Una vez le leí a alguien, no recuerdo bien a quién, que si puedes vivir sin escribir es que no eres un verdadero escritor... Quizá sea así: me conformo con vivir. Pero no descarto que, algún día, vuelva a recorrerme la emoción que llegué a sentir cuando fui capaz de dar vida a algo que, en realidad, nunca había ocurrido...

Pero al menos me queda la pequeña satisfacción de haber escrito algo que merece la pena: un relato corto, Nadie nos advirtió, que mi admirado editor Constantino Bértolo consideró lo suficientemente bueno como para merecer figurar en la antología Trece por docena, que apareció en su editorial Caballo de Troya hace tres años, un volumen que agrupaba a un puñado de jóvenes escritores en todas las lenguas del Estado. Un relato que escribí casi de una sentada (bueno, mejor dicho, de dos), en una circunstancia muy especial, y que apenas retoqué después... Una historia que, además, viene que ni pintada en este fin de semana dedicado a los muertos. Si os apetece, os animo a leerlo aquí; no exagero si digo que si, al final, esto es lo único que termina viendo la luz en forma de libro, no podré decir que mi tiempo haya sido un desperdicio total... (o al menos, dejadme que lo sienta así) Espero que os guste. Y gracias adelantadas por vuestra paciencia.


Descargar Nadie nos advirtió
(PDF)


P. S.: Acabo de enterarme que van a incluir mi relato en una antología que Renfe va a grabar para los canales de audio de sus trenes... ¡No sabéis la ilusión que me hace!









Y hablando de cine...





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