30 agosto 2006

...Y AHORA, ¿DÓNDE DESAYUNAMOS?

A veces, la realidad se conjuga con la ficción para ofrecer curiosos resultados. Que el estreno en España de Desayuno en Plutón, la última película de Neil Jordan, coincidiese con el desposeimiento de su condición de planeta, tiene algo de simbólico. No en vano Patrick Braden, conocido en el mundo como Patricia 'Kitten' Braden (o, abreviadamente, como Saint Kitten), protagonista de la película, intentará durante su metraje encontrar a la madre que le abandonó y, por extensión, un lugar donde poder existir, ajeno a los problemas, que bien podría ser el Plutón donde la canción de Don Partridge promete desayunar. Una esperanza que va guiando sus pasos hasta un final bastante feliz, dadas las circunstancias, y que en realidad no es más que una ilusión tan grande como el hecho de considerar a Plutón un planeta...

Pero, para cuando llega ese momento y los petirrojos parlanchines (uno de ellos llega a citar, en un píar subtitulado, a Oscar Wilde para afirmar que "adoro hablar sobre nada. Es la única cosa de la que sé algo") que nos dieron la bienvenida al principio de la película se alejan volando y dan paso a los títulos de crédito, nos queda la satisfacción de haber reencontrado algo que habíamos dejado en algún lugar que no recordamos, que a veces creemos ver pero que no acabamos de recuperar: un Neil Jordan en plena forma, que nos regala otra historia sobre personajes obligados a mantenerse y permanecer fieles a su identidad en un entorno hostil (¿qué otra cosa les sucedía a los protagonistas de Juego de lágrimas, Entrevista con el vampiro o, incluso, a esa película tan pequeña y simpática que era El buen ladrón?).

Y para la ocasión, nada mejor que buscar compañía, y Jordan la consigue de primera, empezando por el protagonista, un Cillian Murphy que crece a pasos agigantados con cada nueva película, que aquí demuestra por qué se mereció la nominación a un Globo de Oro, y que da toda una lección de cómo no basta vestirse de mujer para construir un personaje tan creíble, humano y entrañable como este chico travestido que sufre los rigores de ser adoptado y crecer demasiado distinto en la asfixiante y convulsa Irlanda del Norte de los sesenta y primeros setenta.

Su presencia a lo largo de la película es magnética, divertida, y va ejerciendo de catalizador de la transformación de los personajes con los que se va cruzando, encarnados algunos de ellos por actores-fetiche del cine de Jordan: Liam Neeson (parece que la sotana se hubiese hecho para él), Stephen Rea en el papel de un mago capaz de ilusionarse a sí mismo tanto como a su público, un bruto y divertido Brendan Gleeson, que en apenas cinco minutos de interpretación se nos queda grabado a fuego, o un Brian Ferry en la más corta y canalla de sus encarnaciones.

El resto de los actores son también de diez, la banda sonora (otro de los sellos de la casa) engarza canción tras canción genial, todas perfectamente colocadas, para llevarnos a las alcantarillas de un Londres que brillaba con el fulgor del glam mientras el IRA llegaba a arrasar una discoteca con una bomba... Dura y triste pero, curiosamente, contagiosa por la vitalidad de su protagonista, a Desayuno en Plutón quizá se le podría poner un único pero, y es la ligeramente excesiva duración... nada terrible que nos impida disfrutar de varios momentos memorables.

¡Cuánto te hemos echado de menos, Neil! Esperemos que hayas vuelto para quedarte...

DESAYUNO EN PLUTÓN. Breakfast on Pluto. Irlanda, Reino Unido, 2005. Color, 135 min. Director: Neil Jordan. Intérpretes: Cillian Murphy, Liam Neeson, Ruth Negga, Laurence Kinlan, Stephen Rea, Brendan Gleeson, Gavin Friday, Ian Hart. Guión: Neil Jordan, basado en la novela de Pat McCabe. Fotografía: Declan Quinn. Música: Anna Jordan. Producción: Neil Jordan, Alan Moloney, Stephen Woolley. Vista en: Cine.

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27 agosto 2006

MANOJ EL CUENTACUENTOS


Si hay un director del Hollywood actual al que se le pueda aplicar la etiqueta de "autor" ése es, sin lugar a dudas, el ex niño prodigio de la industria, M. Night Shyamalan, un creador que, a lo largo de su filmografía, ha ido construyendo un universo particular, con un estilo muy personal y una reiteración de temas que la dotan de una rara unidad, como si las cuestiones que parecen obsesionarle buscasen encarnarse a partir de las convenciones de diversos géneros para, en cierta forma, romperlos desde dentro y demostrar que el fantástico no es más que otra forma de abordar los miedos y lo que no comprendemos de la realidad.

La joven del agua es el último paso hasta el momento en ese proceso. Por una cadena de factores, cada nuevo título de Night Shyamalan es esperado como una nueva entrega de terror, cuando lo cierto es que sus películas, ni siquiera El sexto sentido, no han sido nunca películas de miedo al uso. Y de hecho, ésta lo es menos que ninguna, porque esta vez el formato elegido es el del cuento tradicional, en un trasvase de los mecanismos de construcción de las narraciones clásicas a las claves modernas (hoy no tiene sentido hablar de pastores, de cazadores, o de jóvenes que se quedan dormidas por pincharse con una rueca), una operación que se vuelve aún más arriesgada y meritoria si tenemos en cuenta que, hoy en día, los cuentos sólo son visitados para ser parodiados, como bien nos demostró el éxito de Shrek.

De hecho, La joven del agua, salvando las distancias de estilo y temática, estaría más cercana a un título como La princesa prometida, porque comparte con la película de Bob Reiner un mismo tono en el que las adecuadas dosis de humor e ironía no ocultan que, en realidad, sus autores creen fervientemente en lo que están contando; y lo que es más importante, logran transmitirlo al espectador que, eso sí, esté dispuesto a entregarse desde el primer fotograma a dejarse llevar por la propuesta.

Asomarse a La joven del agua desde una perspectiva realista, sólo porque en ella aparezca un bloque de apartamentos, una piscina y un encargado de mantenimiento, sería tan absurdo como si alguien negase la belleza de un cuento de Andersen sólo porque fuese imposible que los pies de una niña se alejasen bailando con sus zuecos mágicos después de habérselos cortado a su propietaria. Y, para ello, Night Shyamalan monta una cuidada estructura, en la que cada plano cumple una función, cada una de las palabras que se mencionan tiene un significado, cada secuencia está escrupulosamente planificada, y en el que la banda sonora (una vez más James Newton Howard nos regala otra obra sencillamente magistral, que recuerda a la de Señales y que confirma la solidez de su relación artística con Shyamalan después de la sencillamente perfecta partitura de El bosque) ejerce como marco adecuado para subrayar la magia, los sentimientos y las connotaciones de lo que nos está mostrando la pantalla.

Pero hablar de La joven del agua es hablar de un nombre, y nos atrevemos a decir que de EL nombre, porque sencillamente no existiría película si al frente no estuviese Paul Giamatti, que araña un nuevo papel protagonista a una filmografía que parecía condenarle a ser el rostro que a todo el mundo suena pero a quien nadie pone nombre. Su composición de un personaje como el de Cleveland es simplemente prodigiosa, y nadie como él podría salvar una escena tan complicada sobre el papel, y tan rayana en el ridículo en manos de otro como la de cuando consigue que la madre la chica oriental acceda a contarle el cuento completo; que exista alguien capaz de convertirla en un momento verdaderamente simpático, cercano y creíble hay que anotarlo directamente en el casillero de los grandes logros de la película.

Un acierto en el casting que se extiende al resto de los intérpretes: Bryce Dallas Howard confirma que es, con mucho, lo mejor que su padre ha dado al cine, y aunque a ella le toca en este caso hacer el papel pasivo característico del cine de Shyamalan, resulta difícil no creer que esta pelirroja que puede mezclar inocencia y determinación, la Grace perfecta para Von Trier, pueda ser verdaderamente un ser capaz de despertar el instinto de protección y la ternura de Cleveland y de cuantos la conocen. Bob Balaban está simplemente perfecto como el crítico asesinable (estupenda y divertida escena, buen ajuste de cuentas de Shyamalan, que curiosamente hace recordar a Scream), y el resto de los vecinos imposibles y simbólicos que completan el reparto trabajan con una convicción que se transmite al espectador.

Hay, de todas formas, un enorme fallo de reparto, uno de los errores que impiden que esta película llegue a ser la obra maestra que podía haber llegado a ser (algo por desgracia frecuente en el cine de Shyamalan, pues sólo El protegido alcanzó la perfección que siempre, por un motivo u otro, se acaba escapando en sus siempre muy estimables películas), y es el excesivo papel que esta vez el director se ha concedido a sí mismo. En los títulos anteriores ya habíamos intuido que no era un buen actor, pero lo disculpábamos porque apenas pasaba de cameos (aunque en Señales su actuación tenía bastante importancia, si bien no en duración, sí para la comprensión del sentido de la película); pero en este caso, al reservarse un papel de más peso, con más diálogo e incluso interviniendo en alguna de las escenas a priori de mayor fuerza de la película, su pésima actuación nos saca literalmente fuera de la película. Y eso, cuando se aborda un ejercicio tan arriesgado como el de este título, puede ser directamente un suicidio porque, si sales una vez, puede que te cueste mucho volver a entrar.

El otro importante punto débil de la película es, en este caso, común a los otros títulos de su filmografía, y es la a veces excesiva intención trascendente, mostrada en ocasiones de manera demasiado evidente, y que incluso puede terminar sonando a fácil filosofía new age o de tratado de autoayuda. Y es una verdadera lástima, porque Night Shyamalan está particularmente dotado para la construcción de instantes verdaderamente poéticos, en los que la sugerencia y lo no mostrado tienen tanta o más importancia que lo visible (de hecho, aquí se supera un grave escollo que ya lastrara Señales y que son las criaturas, como demuestra la bestia maligna que persigue a la ninfa, que incorpora genialmente muchos de los miedos infantiles que a todos nos han acechado, cuando creíamos ver monstruos en lugares en los que los adultos, simplemente, no veían nada). Por ello, no sería absurdo citar a Jacques Tourneur como uno de los referentes del modo de concebir el cine del director de origen indio.

A pesar de sus defectos, La joven del agua es una película estimulante, un proyecto original y personal, hermoso por momentos, y emocionante desde los preciosos títulos de crédito, con los sencillos dibujos que nos explican la leyenda y nos están advirtiendo que ahora, más que nunca, es necesaria la suspensión de la credibilidad. Si el espectador logra acceder a ello, disfrutará de un creador único e inimitable, atrapado en un término medio entre la industria y la exigencia intelectual, un lugar que demasiadas veces le deja a merced de la más general y peligrosa incomprensión.


LA JOVEN DEL AGUA. Lady in the Water. EE. UU., 2006. Color, 110 min. Director: M. Night Shyamalan. Intérpretes: Paul Giamatti, Bryce Dallas Howard, Bob Balaban, Jeffrey Wright, Sarita Choudhoury, Cindy Cheung, M. Night Shyamalan, Freddy Rodríguez. Guión: M. Night Shyamalan. Fotografía: Christopher Doyle. Música: James Newton Howard. Productores: Sam Mercer, M. Night Shyamalan. Vista en: Cine.

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24 agosto 2006

MORIR ENTRE DESCONOCIDOS


Cinco años ha durado el luto que Hollywood se impuso tras los atentados del 11-S. Cuando ni siquiera las televisiones han emitido las imágenes más estremecedoras de las víctimas de las Torres Gemelas, parecía prematuro para la industria cinematográfica abordar unos hechos que, aún hoy, permanecen en carne viva. Aunque, por supuesto, la huella de lo sucedido no ha podido ser esquivada del todo: la desaparecida sombra del World Trade Center teñía de desesperanza la triste La última noche, de Spike Lee, mientras Michael Moore explotaba su particular filón en la cinematográficamente flojísima Farenheit 9/11, y un puñado de cineastas ofrecían su particular mirada en 11'09''01 (filme colectivo que incluía un extraordinario cortometraje dirigido por Sean Penn)... poco más, y en ningún caso una ficción que abordara directamente lo ocurrido...

...Hasta ahora. A la espera del pronto desembarco de Oliver Stone y su World Trade Center, acaba de llegar a nuestras pantallas United 93, la primera obra de ficción que se estrena en nuestras pantallas, y muy esperada tras su aclamado pase por Cannes. Y hay que decirlo ya: Paul Greengrass ha hecho una película impresionante, una obra mayor que supera todos los recelos que manteníamos ante un tema tan proclive a la exaltación patriótica o la manipulación emocional.

Pues bien: no hay nada de ello en United 93; cosa que, para ser sinceros, no debería extrañarnos, pues estamos ante un cineasta que sabe cómo manejar la realidad sin que ésta le devore, incluso cuando trata temas espinosos y polémicos, como ya demostró en Bloody Sunday. Y un director, además, con un perfecto dominio del ritmo, experto en el montaje paralelo, y cuyas películas avanzan con la precisión de un mecanismo de relojería que nos arrastra con ellas (y si no, basta con comprobar la exquisita arquitectura de un film tan comercial como El mito de Bourne).

Greengrass, ante el peligro que supone abordar la historia del único avión secuestrado que no alcanzó su objetivo, tan cargada de connotaciones, opta por una solución que, vistos los resultados, resulta totalmente acertada: contar los hechos, simplemente, ciñéndose todo lo posible a lo que, hoy por hoy, puede ser considerado como el relato más verosímil de lo sucedido (reconstruido a partir de las conversaciones telefónicas mantenidas durante gran parte del secuestro por los asustados tripulantes y pasajeros, la caja negra y los testimonios de controladores y militares). Y haciendo una apuesta absoluta por la realidad: lo sobrecogedor que tiene United 93 es que cualquiera que se haya subido a un avión puede reconocerse en sus pasajeros.

Para ello, toda la primera parte de la película reconstruye milimétricamente los preparativos, el embarque, las formalidades habituales. El uso de la cámara en mano contribuye a ahondar aún más esa cercanía, y la elección de actores desconocidos evita que surja nada parecido a la figura de un héroe: incluso, llama la atención el aspecto físico de todos los que desfilan por la pantalla, porque son... absolutamente normales, rostros en el fondo tan anodinos como los que conocemos en cada vuelo y olvidamos en cuanto bajamos por la escalerilla.

Además, Greengrass hace que varias de las personas que estuvieron realmente a cargo de los distintos centros de control hagan de ellos mismos, sin que notemos en ningún momento que nos encontramos ante no profesionales. Y hay que reconocer el mérito que ello tiene, porque una de las impresiones que uno se lleva según avanza el metraje es el fracaso absoluto de todos los sistemas de seguridad, con un entramado de sofisticados sistemas que no sirven para nada, y que llegan al absurdo cuando en el centro de control aéreo, y en el mismo puesto militar de coordinación de la defensa se enteran de que un avión se ha estrellado contra el World Trade Center ¡porque lo están poniendo en la CNN!

Si hay que buscar una connotación política en la película, es sin lugar a dudas ésa: la de un país, Estados Unidos, que se muestra desbordado e incapaz de hacer frente a la amenaza, bastante lejos de las historias de heroísmo que se le suponen a una nación que es la primera potencia mundial. Y en el hecho de que la maniobra desesperada de los pasajeros, de los que apenas llegamos a saber gran cosa, es exactamente lo que haríamos cualquiera de nosotros: intentar por todos los medios, una vez que han entendido que se han quedado atrapados en una misión suicida que en ningún caso se resolverá a través de una negociación, salvar la vida, aún asumiendo el riesgo de que la bomba que uno de los secuestradores lleva adherida a su cuerpo sea verdadera. En ningún momento hay comentario alguno de entrega por el país, de evitar que el avión se estrelle contra la Casa Blanca o el Capitolio (sus familiares les dicen a través del teléfono de que tanto las Torres Gemelas como el Pentágono han sido alcanzados)... es simple y sencillo instinto de supervivencia.

La apuesta de Greengrass llega, incluso, a los propios secuestradores, porque ofrecernos como único retrato a unos demonios inhumanos sería demasiado fácil y, lo que es peor, destruiría la sensación de realidad que tanto le preocupa. Son asesinos, sí; son fanáticos, sí. Pero son también jóvenes que son humanos, que sudan y vacilan antes de cometer la acción... y que incluso tienen seres queridos a los que aman y a los que llaman por el móvil para despedirse, sin consignas religiosas ni políticas, sino un simple, un humano: "Te quiero".

Luego habrá tiempo para la violencia y el pánico, para que los rezos de los terroristas se fundan con el padrenuestro de algunos de los pasajeros y para un crescendo final que literalmente nos hunde en el asiento y nos sume en la angustia de saber que el ataque está condenado al fracaso. Y, mientras seguimos atrapados por las últimas imágenes, un fundido en negro y unos carteles nos informan de los detalles del desastre sin paliativos de un sistema que le hizo sentirse a Estados Unidos absolutamente frágil. Sin más. A partir de ahí, las conclusiones las ponemos cada uno de nosotros.

Una película inteligente, modélica, una lección de cine. ¡Qué difícil te lo han dejado, Oliver!

UNITED 93. United 93. Francia, Reino Unido, EE. UU., 2006. Color, 91 min. Dirección y guión: Paul Greengrass. Intérpretes: David Alan Basche, Christian Clemenson, Richard Bekins, Susan Blommaert, Ray Charleson, Polly Adams, Khalid Abdalla, James Fox, Gregg Henry, David Rasche, Omar Berdouni. Fotografía: Barry Ackroyd. Música: John Powell. Producción: Tim Bevan, Eric Fellner, Lloyd Levin, Paul Greengrass. Vista en: Cine.

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21 agosto 2006

CATÁSTROFES DE ANDAR POR CASA

Mira tú por dónde la película de catástrofes del verano, o al menos la más rentable, puede ser esta pequeña producción, A la deriva, secuela encubierta (en España, porque en Estados Unidos no han tenido ningún problema en titularla simplemente Open Water 2) de aquélla que, hace tres años, nos trajo una situación bastante parecida. En este caso, un grupo de amigos se reencuentra para pasar unos días en un velero de lujo invitados por uno de ellos, tras cinco años sin verse, y tienen la desgracia de terminar los seis en el agua, al lado del barco, sin poder volver a subir porque a ninguno de ellos se les ocurrió tirar antes una escalerilla por la que regresar. ¡Ah!, y dicen que está basada en hechos reales, aunque no se especifica en cuáles (a lo mejor en seis amigos que un día se hicieron un viajecito en un yate, no sé).

Pues bien; desconozco la recaudación que estará haciendo estos días, con la taquilla aún ocupada al abordaje por Sparrow y compañía, pero me apostaría mi conexión ADSL a que, a buen seguro y proporcionalmente, esta película ha sido más rentable para sus productores que el mastodonte de Poseidón para el sufrido Akiva Goldsman (espero que se haya resarcido con lo que haya cobrado por el guión de El código Da Vinci) y el bueno de Wolfgang Petersen.

A su pequeña escala, esta película comparte ciertas semejanzas con la película que ha remedado al Titanic (al barco, no a la película) en taquilla: al fin y al cabo, se trata de un perfecto ejemplo de película de catástrofes en versión minimal; y si no, basta con que echemos un vistazo y comprobaremos que lo tiene todo: un grupo de personas con la que los espectadores pueden identificarse (y bien a gusto, que son bastante guapos), a los que les sucede algo imprevisto que les deja a merced de las fuerzas de la naturaleza y sus propios recursos e inventiva; un reparto de roles que nos hace casi prever desde el principio cómo se van a comportar cada uno de ellos desde el principio (empezando por la rubia guapa y chillona que, claro, no hace más que molestar, la pobre); tiempos muertos entre acción y acción, mientras se van acumulando las bajas, en las que aprovechan para decirse lo que nunca se habían dicho e incluso filosofar con aquello de que no somos nada... y por no faltar, ni siquiera falta mensaje de lo soberbios que son algunos humanos y cuánto se merecen el castigo, y un genial detalle de guión que introduce aún más angustia en lo que sucede: el bebé de una de las parejas, que se ha quedado solo en el barco y que despertará de un momento a otro sin que nadie pueda atenderle ni darle de comer (y cuyo llanto oiremos convenientemente a través del vigilabebés), etc.

Pues bien, una vez dicho esto, he de confesar lo siguiente: no diré que A la deriva sea una buena película, porque tiene bastantes cosas ridículas (alguna línea de diálogo sonrojante y fallos de antología, como el hecho de que sabemos inmediatamente quién sobrevivirá cuando todos se supone que se quitan los bañadores para hacer una cuerda... y a una de las chicas le vemos de repente el tirante de la ropa interior, ¡está claro que ésta saldrá del agua y no conviene que le veamos las vergüenzas, que esto es una pelí angustioso-familiar!), pero lo que sí puedo decir es que me entretuvo bastante más que Poseidón.

Por eso, cuando vuelven a sonar una vez más los gritos de los agoreros que dicen que Hollywood está (otra vez, y van...) en crisis, quizá películas como ésta sean las que vayan a marcar el camino, producciones que pueden explotarse perfectamente en cine, DVD (o Bluray o lo que sea) y, sobre todo, en televisión (es perfecta para una sobremesa de sábado y domingo), y que no dejan a ninguna productora temblando si fracasan. Quizá tendremos que irnos olvidando de poseidones, kingkones y demás, y prepararnos para pequeñas historias y tragedias de andar por casa. A lo mejor, el futuro será minimal... o no será.


A LA DERIVA. Adrift / Open Water 2. Alemania, 2006. Color, 95 min. Director: Hans Horn. Intérpretes: Susan May Pratt, Richard Speight Jr., Niklaus Lange, Ali Hillis, Cameron Richardson, Eric Dane. Guión: Adam Kreutner, David Mitchell, Collin McMahon, Richard Speight Jr. Fotografía: Bernhard Jasper. Música: Gerd Baumann. Producción: Dan Maag, Philip Schulz-Deyle. Vista en: Cine.

16 agosto 2006

BIENAVENTURADOS LOS OLVIDADIZOS

Charlie Kaufman entró en el Parnaso cultureta con la velocidad del rayo, aupado por los guardianes de las esencias posmodernas capitaneados por Spike Jonze y apadrinados por el bueno de Mike Stipe. Una imaginación y una osadía aparentemente sin límites a la hora de escribir sus guiones llamaron de inmediato la atención de todos aquéllos que querían estrenarse en la pantalla grande con proyectos rompedores que confirmasen lo que venían realizando en otros campos como el videoclip o el videoarte.

Los títulos, sin embargo, se sucedían sin que el resultado terminase de ser redondo: Cómo ser John Malkovich partía de una idea delirante y genial que no terminaba de cuajar, mientras que El ladrón de orquídeas (título español casi más kaufmaniano, por una vez, que el simple y original Adaptation) desembocaba en uno de los mayores y cargantes ejercicios de onanismo público de los últimos años (y no es que me guste pagar por ver a otros hacer esas cosas).

No fue hasta que llegó la excepcional ¡Olvídate de mí! ("traducción" horrorosa donde las haya del mucho más hermoso, aunque también marciano, Eternal Sunshine of the Spotless Mind, tomado de un verso de Alexander Pope) que se obró el milagro: por fin, el fondo cuadraba con la forma, los posibles excesos se equilibraban y se ponía en pie una de las mayores maravillas que el cine nos ha deparado en los últimos años (superando los logros de la irregular pero meritoria Confesiones de una mente peligrosa). De hecho, no sería exagerado decir que nos encontramos ante uno de los escasos títulos en los que el adjetivo "poético" cobra su verdadero y pleno sentido.

A través de la interpretación de unos actores que están simplemente sublimes (¿habrá alguien que, tras ver esta película y recordar Man on the Moon o El Show de Truman, pueda negar el gran actor que es Jim Carrey... cuando quiere?), de una genial construcción del relato en el que los vericuetos y continuos saltos no asfixian la comprensión, y de un montaje que, como en las mejores atracciones, comienza suavemente para luego ir arrastrándonos en un delicioso y vertiginoso disfrute plagado de momentos memorables, la película de Michel Gondry (¡otro francés asaltando la Corte del Rey Hollywood!) logra dar en la diana al tocar un tema absolutamente universal y que todos pueden reconocer a nuestra manera: la constatación de que en fondo somos pura memoria, de que todo lo que somos descansa en nuestros recuerdos y de que, si los perdemos, nos vemos abocados a la más absoluta desaparición.

Esa idea fuerza, a través de la excusa argumental de la máquina que puede borrar de nuestras mentes el recuerdo de haber conocido a alguien que fue importante para nosotros y que, en cierta forma, nos convirtió en lo que somos; y la constatación, paralela a ésta, de que aún así podemos errar una y otra vez porque ésa es nuestra verdadera naturaleza, se encarna en la historia del personaje de Jim Carrey, que arrastra a su amada Kate Winslet (¡qué mujer más maravillosamente alejada de los cánones hollywoodienses!) por los rincones de su cerebro, escapando de la aspiradora que la va extirpando de su mente, a los que volvemos a asistir con el subjetivismo que, en el fondo, todos tenemos cada vez que revisitamos los mejores momentos de nuestra vida.

Una obra mayúscula, una de las grandes historias de amor del cine actual, un auténtico monumentos cinematográfico... que, una vez más, gran parte de la crítica de nuestro país (la misma que sigue cantando y alabando las bonanzas de El año pasado en Marienbad) simplemente quiso ignorar. Una más, ¡y las que les quedarán!

P. S. Justo es hacer mención aquí a dos blogs de entregados y fervientes admiradores de la película: el de Ysi (que toma su nombre de una de las escenas más hermosas de la película) y el de KesheR. Dicho queda.

¡OLVÍDATE DE MÍ! Eternal Sunshine of the Spotless Mind. EE. UU., 2004. Color, 108 min. Director: Michel Gondry. Intérpretes: Jim Carrey, Kate Winslet, Kirsten Dunst, Mark Ruffalo, Tom Wilkinson, Elijah Wood. Guión: Charlie Kaufman, Michel Gondry, Pierre Bismuth. Fotografía: Ellen Kuras. Música: Jon Brion. Producción: Anthony Bregman, Steve Golin. Vista en: DVD.

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11 agosto 2006

MÁS BRUCKHEIMER QUE NUNCA

Piratas del Caribe fue una agradable sorpresa, porque ver el nombre de Jerry Bruckheimer asociado a una película de este tipo desenterraba los peores temores, máxime cuando uno recordaba precedentes como Pearl Harbour (sorprende que la Disney volviese a confiar en él después del descalabro que supuso aquella ridiculez, aunque hay que reconocer que la jugada le salió redonda). Sin embargo, el resultado fue estupendo, y los espectadores tuvieron la posibilidad de asistir a una película de aventuras con sabor a las de antes. No descubría la pólvora (ni el ron, ya puestos), pero se trataba de una genial adaptación de los modelos de las películas clásicas (por más que los puristas se rasgaran las vestiduras y entonaran como quien reza el rosario las películas de Errol Flynn, como si aquéllas tuviesen un fondo intelectual que, francamente, seguro nadie pensó en darles cuando se rodaron), siguiendo el esquema ya santificado (que no descubierto) por George Lucas y Steven Spielberg en En busca del arca perdida: personajes atractivos, guión de hierro, un ritmo endiablado que no daba descanso al espectador, espectacularidad y efectos especiales sabiamente dosificados y un aderezo de fantasía terrorífica.

Pues bien, los codiciosos ejecutivos de Disney han querido repetir la jugada, pero si bien económicamente les ha salido perfecta, no así en lo estrictamente cinematográfico (que supongo que no les interesa demasiado, visto que la caja está llena a espuertas). Esta nueva entrega de lo que va a ser una trilogía adolece de los defectos que la primera, bien por habilidad o por casualidad, había logrado soslayar: tiene profundos bajones de ritmo, los personajes son apenas reflejos desvaídos de los de la anterior (y los escasos nuevos no tienen demasiado gancho), el guión es apenas un fino hilo que sujeta malamente las distintas secuencias, y lo peor de todo: se hace larga y, en algunos momentos, francamente tediosa (y que conste que no me pareció sólo a mí: un grupo de niños demostró su aburrimiento bastante ruidosamente en varios momentos de la película).

Curiosamente, los únicos instantes en los que la película funciona y le saca a uno del letargo son los de pura acción, en los que el diseño de producción y las genialidades de la Industrial Light & Magic levantan algo el escaso interés de las escenas de diálogo y ¿desarrollo? de la trama (cuando en la anterior entrega se mantenía perfectamente el equilibrio entre ambas). Lástima que todo suene a ya visto, y además mejor; no se aprecia demasiada fe en el producto a lo largo del metraje, y curiosamente es la desgana la sensación que finalmente se lleva uno.

En el Hollywood actual, es absolutamente normal que el márketing domine la producción cinematográfica, y me atrevo a decir que eso no es ni bueno ni malo, lo que importa es el resultado. Y me temo que con Piratas del Caribe nos asomamos a la repetición del fenómeno Matrix, un hundimiento del interés y la innovación de la primera entrega a través del hiperdesarrollo y la elefantiasis. Ni siquiera el forzadísimo golpe de guión del final de la película despierta especial ansia por ver la tercera.

Y es una lástima, ¡con lo bien que me caía a mí Jack Sparrow!

PIRATAS DEL CARIBE: EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO. Pirates of the Caribbean: Dead Man's Chest. EE. UU., 2006. Color, 150 min. Director: Gore Verbinski. Intérpretes: Johnny Depp, Orlando Bloom, Keira Knightley, Jack Davenport, Bill Nighy, Jonathan Pryce, Stellan Skarsgård, Tom Hollander, Naomi Harris. Guión: Ted Elliott, Terry Rossio. Fotografía: Dariusz Wolski. Música: Hans Zimmer. Productor: Jerry Bruckheimer. Vista en: Cine.

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06 agosto 2006

YO TAMBIÉN SOY BERLINÉS

Definitivamente, los rumbos del cine europeo discurren por el realismo, incluso por el costumbrismo. Verano en Berlín, último ejemplo hasta ahora llegado a nuestras pantallas de la cinematografía comunitaria, es un título más a añadir a la ya larga lista de películas que buscan, más allá de la evasión pura y dura, captar el estado de las cosas, la situación en un momento y lugar concretos, a la vez que levantan acta notarial del despiste y aturdimiento de una Europa que no sabe muy bien hacia dónde va.

Lo que antecede puede sonar rimbombante, sobre todo si tenemos en cuenta que, en la superficie, Verano en Berlín narra la historia (sencilla, cotidiana y más intercambiable que nunca desde que todas las cantidades se expresan en euros y podemos trasladarlas a nuestra experiencia diaria) de dos amigas treintañeras (una de ellas por poco tiempo, pues tiene "39 y medio") que tienen que lidiar con los fantasmas del empleo precario, la maternidad cuando estás divorciada y sin recursos, el alcoholismo y la lucha entre el deseo de independencia y la búsqueda de un hombre que cuide de ellas, y que ya no puede ser un príncipe azul, porque de esos no quedan.

Sin embargo, Andreas Dresen, apoyado en el guión de Wolfgag Kohlhaase (galardonado en el pasado Festival de San Sebastián), amplía el objetivo de su cámara para incluir en el cuadro los barrios populares, depauperados y conflictivos del antiguo Berlín oriental. No es casual que a lo largo de todo el metraje se inserten numerosas tomas callejeras, que parecen absolutamente reales, que pretenden tomar el pulso a una población que se debate entre los altos índices de paro, las escasas posibilidades de progreso y una delincuencia en auge ("estas cosas antes no pasaban", dice un anciano, justo después de haber sido objeto de un intento de robo en su propia casa, con él dentro). De hecho, si no fuera por la ausencia de mensaje doctrinal, por momentos podríamos creernos en el Manchester de Ken Loach, la Marsella de Robert Guédiguian o el Vigo de Fernando León.

A pesar del esfuerzo que dedica el guión a desarrollar con minuciosidad las peripecias de las protagonistas, más un novio machista y un hijo sumido en las sacudidas emocionales de la adolescencia, es en realidad esa percepción de una situación de precariedad comprensible por el espectador medio de España, Francia o Inglaterra, ese descubrimiento de que Berlín también tiene barrios en declive como los de Madrid, Barcelona, París, Nápoles o cualquier gran ciudad, la que hace que la película se eleve de la media de filmes costumbristas. Y en parte es donde reside el principal problema para que llegue a ser una obra redonda: tanta identificación acaba volviéndose en su contra, y más cuando falta una vuelta de guión que termine de trenzar los cabos desarrollados, que en el último tramo se atascan y hacen que el ritmo se ralentice.

Lástima, porque este Good Bye, Lenin! sin glamour podría haber volado mucho más alto. Pero la media es correcta, y los intérpretes (incluido el niño, muy ajustado) componen unos personajes absolutamente creíbles; y si además quiere hacerse una idea de cómo son esos barrios de Berlín que no le llevaron a ver en el tour-operador, mejor que mejor.

VERANO EN BERLÍN. Sommer vorm Balkon. Alemania, 2005. Color, 107 min. Director: Andreas Dresen. Intérpretes: Inka Friedrich, Nadja Uhl, Andreas Schmidt, Stephanie Schönfeld, Vincent Redetzki. Guión: Wolfgang Kohlhaase. Fotografía: Andreas Höfer. Música: Pascal Comelade. Producción: Peter Rommel, Stefan Arndt. Vista en: Cine.

01 agosto 2006

COCHINILLO, SIESTA Y REVOLUCIÓN


El acorazado Potemkin es una de esas raras obras del cine mudo que tiene la fuerza suficiente como para ser apreciada por todo tipo de público, incluso por aquellos que normalmente no soportarían una película silente. Es, además, de las pocas a las que uno puede asomarse sin tener que hacer un esfuerzo de situarse en su época, porque muchas de sus escenas son de una composición y forma de narrar absolutamente moderna. Quizá sea ése el motivo por el que, ocho décadas después de su estreno, puede proyectarse ante 7.000 personas en una sesión festiva en La Granja, con una banda sonora compuesta expresamente por los Pet Shop Boys, y pocas horas después de que Neil Tennant cortara el cochinillo en Casa Cándido con el correspondiente plato (a lo que debió seguir, suponemos, la obligada y reparadora siesta). Definitivamente, la fuerza revolucionaria del cine soviético ha sido devorada, digerida y metabolizada: ya es tan inofensiva como un videoclip de Alejandro Sanz o una letra reivindicativa de Jarabe de Palo.

Pero es, paradójicamente, en este fracaso de su objetivo primario (no olvidemos que El acorazado como Octubre, La huelga o La madre fueron concebidos, antes que nada, como eficaces instrumentos de propaganda para difundir el credo revolucionario entre un pueblo mayoritariamente analfabeto), en el que reside la garantía de permanencia de un cine que contribuyó a remachar y afinar el lenguaje y la gramática de la imagen. No es arriesgado decir que, sin el trabajo de los cineastas soviéticos, no existiría la MTV, ni muchas de las presuntas vanguardias que cuelgan de las pantallas de los museos de arte contemporáneo.

Estas obras propagandísticas, así, serían el lado más comercial de un movimiento que buscó con ahínco, en una década prodigiosa, explotar la enorme potencialidad del cinematógrafo, llevando a sus últimas consecuencias el camino abierto por Griffith, que con El nacimiento de una nación y, sobre todo, Intolerancia, deslumbró a un puñado de ingenieros, economistas y artistas que comprendieron que se encontraban ante una herramienta que aún no había demostrado todo de lo que era capaz.

Porque éste es un detalle esencial: al contrario que movimientos como el expresionismo o el surrealismo, desarrollados por creadores provenientes de otras disciplinas artísticas, el cine soviético tuvo su base en los ensayos realizados por nombres de sólida formación técnica. El ejemplo más representativo es Pudovkin quien, como Eisenstein, había estudiado ingeniería antes de la revolución, y que aplicó la sistemática y el método racional para establecer las reglas del montaje, bajo el principio básico de que una escena se compone de una suma de planos que, al interactuar, le otorgan el sentido deseado: una película, según esta teoría, sería pues superior a sus partes, y un plano sólo cobraría sentido en función del que le antecede y el que le sigue.

Con estos principios, Pudovkin estaba sentando las bases de lo que todos entendemos como cine; en este sentido, poco importa si lo que buscamos es la concienciación política, las lágrimas o la carcajada del público. Basta ver cualquier informativo para comprender que lo que los teóricos soviéticos fijaron sigue de una completa vigencia, como demuestra cualquier pieza sobre una ofensiva bélica o el último caso de corrupción. Por eso, cuando los restos de lo que fue un sistema político que ofrecía una curiosa mezcla de rechazo y fascinación fueron desactivados a través de su metabolización pop, simbolizada en la incorporación de su estética a desfiles de moda, conciertos masivos y anuncios posmodernos, el montaje soviético perdió su definición porque se integró en absolutamente todo el lenguaje audiovisual que nos rodea, sea cual sea su soporte y su público potencial.

Un proceso que, dicho sea de paso, no ha sucedido con una de las mejores directoras de la historia del cine, Leni Riefenstahl que, desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, alcanzó en Olimpia y El triunfo de la voluntad cotas de perfección hasta ahora no superadas. El problema es que, a diferencia del régimen soviético, el nazi sigue siendo, hoy por hoy, imposible de metabolizar y desactivar, mucho menos desde una perspectiva pop. Lo que no quiere decir que los hallazgos de la Riefenstahl no se hayan incorporado ya al lenguaje cinematográfico, pero lo han hecho de una forma apócrifa. Francamente, no creo cercano el momento en que se proyecte en La Granja ninguna de esas obras, ni veo a Chris Lowe ni a Tennant, ni ninguno similar, muy interesados en componerles una banda sonora nueva.

Tendrán que buscarse otra excusa si quieren volver a comer cochinillo de gorra.


EL ACORAZADO POTEMKIN. Bronenosets Potyomkin. URSS, 1925. Muda, blanco y negro, 77 min. Director: Serguei M. Eisenstein. Intérpretes: Alexander Antonov, Vladimir Barski, Grigori Alexandrov, Ivan Bobrov, Mijaíl Gomorov. Guión: Nina Agadzhanova. Fotografía: Vladimir Popov, Eduard Tisse. Música: Edmund Meisel (versión original). Chris Lowe, Neil Tennant (versión del 2004). Producción: Jacob Bliokh. Vista en: DVD.