30 septiembre 2006

¿ALGUIEN HA VISTO A OLIVER?

Si empezásemos a ver World Trade Center después de los títulos de crédito, si no hubiésemos sufrido el horroroso cartel español, si nos hubiésemos librado de la estampa de Oliver Stone haciendo el numerito de ponerse el casco de bombero (como lo hizo, con escasas dos semanas de diferencia, en Venecia y en San Sebastián), sería casi imposible que acertáramos a descubrir quién es el director, hasta tal punto tiene una realización plana, desangelada, y en la que brillan por su ausencia los destellos que hace ya tiempo hicieron célebre a Stone y que, desgraciadamente, llevan demasiado tiempo desaparecidos.

Puede que sea deliberado que el director de JFK haya querido aprovechar para congraciarse con la industria después de sus últimas incursiones contestarario-izquierdistas y el fiasco artístico y económico de Alejandro pero, a tenor de los comentarios y el resultado en taquilla cosechado en Estados Unidos, parece que ni siquiera le ha servido para eso. Y es una lástima, porque el precio a pagar ha sido demasiado alto; para esto, hubiera sido mejor que la película viniese firmada por un director del montón y así, por lo menos, no tendríamos esta sensación de que nos han dado gato por liebre.

Porque, digámoslo ya: World Trade Center es fallida, lenta y aburrida, un desperdicio de celuloide que ahoga, incluso, planos sueltos y actuaciones inspiradas (como las de las dos esposas, unas sobresalientes, como siempre por otro lado, Maggie Gyllenhaal y Maria Bello). Y la sensación que termina predominando es que, en realidad, Stone ha sido desbordado por un proyecto en el que las cargas emocionales y las expectativas creadas eran muy grandes. Una responsabilidad que quizá podría ser utilizada como atenuante, pero que pierde gran parte de eficacia cuando, hace escasas semanas, hemos visto los excelentes resultados que Paul Greengrass obtuvo con United 93, una cinta no menos complicada y difícil a priori, pero que su director supo llevar a un excelente buen puerto.

Stone, sin embargo, opta por una estrategia diferente: si en el film de Greengrass la narración huye de las connotaciones para ofrecer unos hechos desnudos (o al menos, lo que permite la ficción cinematográfica), el director de Platoon cae en todas las trampas latentes en el mero enunciado de enfocar la catástrofe del 11-S cuando sus consecuencias políticas y emocionales siguen bien vivas en el pueblo norteamericano. Y así, la historia de los penúltimos supervivientes (de sólo 20) rescatados entre los escombros de las Torres Gemelas 24 horas después de su derrumbe, planteada como el símbolo de la tragedia, se vuelve inane porque, simplemente, no llega a interesar por su total ausencia de ritmo, de tensión narrativa, y porque los recursos para buscar la identificación con el espectador son, por decirlo suavemente, de brocha gorda.

Además, ver World Trade Center plantea un tema interesante, que seguramente podría dar lugar a sesudos artículos de especialistas, y es la aparente imposibilidad de reconstruir y hacer creíble una catástrofe que fue retransmitida en directo a todo el planeta: comparado con las nubes de polvo, el estruendo y el caos que vivimos todos aquellos días pegados al televisor, lo que nos ofrece la película revela de forma abrumadora su falsedad, sin que en ningún momento nos introduzca en la vorágine de aquellas horas (algo que sí consiguió, una vez más y con menos recursos, Greengrass). Claro que a ello contribuye la absoluta inexpresividad del infinitamente sobrevalorado Nicolas Cage; no dudo que los policías, al entrar en el vestíbulo, no pudieran moverse rápido por ir cargados con su equipo, pero está tan mal planificado que parecen un grupo de extras sorprendidos durante una visita a las torres. Sólo la escena del derrumbe tiene algo de credibilidad.

El problema es que, entonces, el ritmo decae ya hasta alcanzar el peligroso nivel del encefalograma plano. Las propias limitaciones del planteamiento (los dos policías estuvieron todo el tiempo atrapados, sin poder moverse ni hacer nada, sin que nadie en realidad les estuviera buscando) se ven reforzadas por una estrategia de guión que intenta compensar la inactividad de los protagonistas prestando más atención a la espera de sus familias, pero éstas se nos presentan con tantas convenciones y concesiones a los lugares más comunes de los telefilmes de sobremesa, que el interés sigue y sigue decayendo, hasta que deseamos que los rescaten, simplemente, para que se acabe la producción hollywoodiense más aburrida que nos hemos echado a la cara en los últimos años.

Claro que, cuando aparecen los tímidos atisbos de autoría, el resultado es aún peor, con la caracterización alucinada del ex marine que les salva (auténtico héroe de la película, pero símbolo a su vez del sentimiento de predestinación del ultrapatriotismo norteamericano, y que pronuncia la frase clave del mensaje de la película: "Van a hacer falta unos cuantos para vengar esto"). Y eso, por no hablar de las visiones del Jesucristo redentor, que vela por los policías atrapados, y que en un fundido bastante significativo termina confundiéndose con la figura del ex marine (¡ah, sí! Se me olvidaba decir que Stone afirma que esta escena es "irónica"... lástima que en la película no veamos nada que señale esa ironía, quizá una nota a pie de pantalla hubiese estado bien).

En suma, un naufragio total, que además abre el interrogante de cómo el mismo cineasta capaz de firmar un documental ensalzando a Fidel Castro puede despachar, pocos años después, un filme tan patriótico y plano como éste. Pero claro, eso nos llevaría a otros campos y éste es sólo un humilde blog de cine.

WORLD TRADE CENTER. World Trade Center. EE. UU., 2006. Color, 129 min. Director: Oliver Stone. Intérpretes: Nicolas Cage, Michael Peña, Maggie Gyllenhaal, Maria Bello, Stephen Dorff, Jay Hernández, Michael Shannon. Guión: Andrea Berloff. Fotografía: Seamus McGarvey. Música: Craig Armstrong. Producción: Michael Shamberg, Stacey Sher, Moritz Borman, Debra Hill. Vista en: Cine.

[+] Crónica cuatro de San Sebastián. World Trade Center (crítica y reseña), en ¿Y si esta vez te quedaras?
[+] World Trade Center, en Somewhere Only We Know
[+] World Trade Center, en Sin pasar por taquilla
[+] World Trade Center, en Ser cinéfago, según John Trent
[+] World Trade Certer, en Mi galaxia muy lejana
[+] United 93 vs. World Trade Center, en Guitars On the Rocks
[+] Catastrófica, en El séptimo cielo

28 septiembre 2006

LECCIÓN DE OPTIMISMO


Sí, señor; una auténtica lección de optimismo la que me habéis dado. Juro que estaba convencido de que sería Alatriste la elegida para enviar a los Oscar en representación de la Academia española, dado el enorme esfuerzo y la implicación de gran parte de la industria en una de las mayores decepciones de nuestro cine. Sin embargo (y supongo que, desgraciadamente, sin que sirva de precedente), ha primado el sentido común y los muy honorables académicos han elegido Volver, de Pedro Almodóvar, en detrimento de la de Díaz Yanes y de Salvador, de Manuel Huerga.

Algo que, por otro lado, ya habíais anunciado vosotros en la encuesta que he tenido colgada estos días, pues a la primera pregunta de "¿Qué película mandarías a los Oscar?", un 55% votó por Volver, un 32% por Salvador, y un 14% por Alatriste (fijaos que hasta el biopic de Salvador Puig Antich supera en preferencias a la del espadachín). En cuanto a la segunda, "¿Y cuál mandará la Academia?", aquí vuestro optimismo fue ya desbordante: 61% para Volver, 35% para Alatriste, 4% para Salvador.

Me habéis ganado por la mano. Y... ¿por qué será que no me importa demasiado?

[+] ...Y 'Volver' ha sido, en El séptimo cielo
[+] "Volver" a empezar..., en Guitars On the Rocks

26 septiembre 2006

¿EIN?


El sábado pasado, mi cinefilia entró en crisis. El sábado pasado, me metí en una sala de honda tradición de calidad y allí, junto a otras seis o siete personas, me dispuse a ver la película del penúltimo gran descubrimiento de la crítica francesa e internacional, la obra que se hizo con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes del 2004 y merecedora de su distinción como la mejor película estrenada en Francia ese mismo año, otorgado por la prestigiosísima Cahiers du Cinema (las que se leen los cinéfilos que aún saben francés; para la creciente y hegemónica parroquia angloparlante, puede optarse por Sight & Sound).

Pues bien, con esos antecedentes, confieso que el sábado pasado... me aburrí como una ostra, me revolví en mi asiento y no me dormí, a pesar de que me picaban desaforadamente los ojos, porque alguna extraña maldición me impide quedarme traspuesto ante una pantalla, sea la que sea, ante la que me quedo atrapado cual insecto. A lo largo de las dos horas de película, asistí a dos películas en una, la primera más o menos entendible, pero la segunda, durante una eterna hora, me oprimió contra el asiento con la casi ininteligible y expasperadamente lenta historia de un soldado perdido en una selva dando caza, o intentándolo mejor, a un chamán capaz de transformarse en cualquier bestia.

Por lo que llegué a entender, la película (por llamarla de algún modo, y que conste que no lo digo yo, que su director, el tailandés Apichatpong Weerasethakul, es el primero que dice que no es una película, sino una experiencia sensitiva o algo así) buscaba marcar el contraste entre la primera parte, una idílica historia de amor homosexual entre el soldado y un joven campesino, tan alegre y luminosa que ni siquiera el hallazgo de un cadáver al principio de la historia la perturba... hasta que ese soldado es mandado a la selva para la caza, se va animalizando, se llena de miedo, desaparece todo lo bueno y queda sólo la fuerza de la naturaleza, una fuerza mágica que depara imágenes potentes, como el espectro de la vaca muerta vagando por el bosque, el fantasmal árbol iluminado por miles de luciérnagas o la hermosa imagen de un tigre sobre la rama de otro árbol, enfrentado al soldado que espera su muerte, su conversión, su sublimación o vete a saber qué... (una segunda parte, por cierto, prácticamente muda, y punteada por intertítulos que nos narran lo que va sucediendo y la leyenda en que se basa, quizá una manera sutil de decirnos que, ahí, el lenguaje no sirve de nada).

Eso es todo lo que puedo decir: imágenes subyugantes asfixiadas por kilómetros de celuloide inextricable. Al salir del cine, volví a sentir lo que algunas películas de Angelopoulos o Kiarostami me habían despertado en otras ocasiones, una mezcla de estupor, enfado y tedio infinito. ¿Tan impermeable puedo ser a un nuevo talento que se sale de lo normal y que está llamado, según la crítica internacional, a ser de los grandes? ¿De verdad es tan grande o es una simple tomadura de pelo? ¿Aciertan los críticos franceses al señalar los nuevos caminos, o sólo repiten la vieja estrategia de marcar continuas fronteras entre la cinefilia de andar por casa y los grandes popes elitistas? Y si es así, ¿sería justo que la verdad (si es que tal cosa existe) del arte cinematográfico quedase en manos de unos pocos, como pasa en tantas disciplinas artísticas, y a los demás sólo nos quedase asentir si no queremos quedarnos, no ya fuera del presente, sino del futuro?

En mi caso, lo que me desconcierta es que otros cineastas herméticos o difíciles me han llegado e, incluso, me han provocado emociones difíciles de explicar. Aunque pueda parecer imposible, he vibrado, e incluso llorado, con Tarkovski; se me han puesto los pelos de punta con Dreyer; he disfrutado con Rohmer; me he sobrecogido con Bergman; he sentido la hermosura con Erice; Lynch me ha anodadado... pero Apichatpong, simplemente, me ha dejado frío... y aburrido, como dos de las personas del puñado que estábamos, que directamente se salieron del cine.

Y llevo ya varios días preguntándome: ¿doctor, es grave...?

P. S. Pido disculpas por este desahogo, más personal de lo habitual en este blog, sobre mis sensaciones al término del visionado de Tropical Malady. Sinceramente, no me encuentro con fuerzas ni capacidad para hacer una crítica sobre la película; eso lo dejo a los cientos de páginas (y no exagero, echadle un vistazo a Google) de rendidos admiradores de Apichatpong. Ni siquiera estoy seguro de poder calificarla de bodrio ni, desde luego, de genialidad. Quizá sea hora de reconocer las propias limitaciones y limitarse a escribir sobre La máquina de bailar, reconocer lo grandísima película que es Alatriste (y lo majo que es Tano Díaz-Yanes, ya puestos) y vivir instalado en el cliché.

No somos ná (y algunos días, aún menos).

TROPICAL MALADY. Thailandia, Francia, Alemania, Italia, 2004. Color, 120 min. Dirección y guión: Apichatpong Weerasethakul. Intérpretes: Banlop Lomnoi, Sakda Kaewbuadee, Huai Dessom, Sirivech Jareonchon, Udom Promma. Fotografía: Jarin Pengpanitch, Vichit Tanapanitch, Jean-Louis Vialard. Producción: Charles de Meaux, Alex Moebius. Vista en: Cine.

[+] Apichatpong llega a España, en El dormitorio de Maud

23 septiembre 2006

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR


Rodrigo García es hijo de Gabriel García Márquez, pero su mundo personal como creador cinematográfico está poblado, en lugar de por el realismo mágico de Macondo, por los personajes reales en ansias, temores y frustraciones que habitan las páginas de los relatos de Raymond Carver, ese trasplante del mejor Chejov a la Norteamérica cotidiana de vivienda unifamiliar, coche y centro comercial.

Y, como Carver, ha desarrollado un exquisito sentido para captar los momentos, perdidos en la rutina diaria, en los que el decorado oscila un instante y aparece la verdadera esencia de nuestras vidas. Lo consiguió ya en su opera prima, Cosas que diría sólo con mirarla, y lo vuelve a hacer ahora en su tercera película (la segunda, Ten Tiny Love Stories, descansa en el limbo de las distribuidoras, a donde van los títulos que no han pasado por el bautismo de su estreno) que, a pesar de ser un conjunto de cortos, pone en pie un retrato desolado de nuestra cotidianeidad, de la soledad compartida en la que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo y de la que no solemos ser conscientes hasta que hechos inesperados nos dicen lo que somos.

Los nueve relatos nos hablan de nueve mujeres que se encarnan en un gran reparto de actrices de los que, por sí sólo, merecen el pago de una entrada, acompañadas por hombres entre los que aparecen agradables reencuentros (¡qué poco se prodiga últimamente Joe Mantegna!). Y si las mujeres son las protagonistas no es por una actitud feminista (los personajes masculinos aparecen tan desorientados e infelices como ellas), sino porque, simplemente, al director y guionista se le da mejor, según propia confesión, crear papeles que puedan interpretar mujeres, y especialmente las de cuarenta y cincuenta años, lo más parecido a unas parias que pueda haber en el cine norteamericano (y sin embargo, ¡qué delicia ver a Kathy Baker, a Glenn Close, a Holly Hunter, a Sissy Spacek...)

Cada uno de los segmentos está realizado en forma de plano secuencia (alguno admirable, como el de Robin Whright Penn y Jason Isaacs en el supermercado, un prodigio de planificación y movimiento de cámara, más meritorio si se tiene en cuenta que la película, que costó tan sólo medio millón de dólares, se rodó en dos semanas con la mitad del equipo formado por estudiantes de cine), para enfatizar la sensación de fragmento extraído de la realidad. Una decisión que, todo hay que decirlo, funciona mejor en unos segmentos que otros, porque alguno parece demasiado forzado (el de la hija que espera a su padre para ajustar cuentas con él). Y son, además, historias no resolutivas: no hay un verdadero final, son más bien instantáneas vitales que definen a sus personajes, desde la pareja que acaba contando lo que no debería en una visita a sus amigos a una madre encarcelada que se desespera porque la anhelada visita de su hija se frustra por un estúpido problema técnico, a la mujer nerviosa que espera que la duerman para practicarle una masectomía, la embarazada que se topa de repente con un antiguo amor, la hija atrapada entre un padre inválido y una madre agotada o los encontrados sentimientos de una esposa que se ve responsable ante su primera infidelidad...

Con una intensidad que varía, y que curiosamente funciona mejor en los segmentos menos dramáticos (a excepción del primero de la cárcel), Rodrigo García demuestra que sus años de trabajo dirigiendo capítulos para series como Los Soprano o A dos metros bajo tierra le han dado una sabiduría a la hora de narrar que cristaliza en su capacidad para comprimir una existencia en doce minutos, y todo un mundo en casi dos horas. Y, como colofón, un impagable cara a cara entre Glenn Close y Dakota Fanning, un picnic en un cementerio en el que los cansados personajes de Chejov parecen encarnados en uno de los grandes nombres de Hollywood y la nueva niña de oro del cine. Y todo, por medio millón de dólares...

NUEVE VIDAS. Nine Lives. EE. UU., 2005. Color, 115 min. Dirección y guión: Rodrigo García. Intérpretes: Kathy Baker, Amy Brenneman, Elpidia Carrillo, Glenn Close, Stephen Dillane, Dakota Fanning, William Fichtner, Lisa Gay Hamilton, Holly Hunter, Jason Isaacs, Joe Mantegna, Ian McShane, Molly Parker, Mary Kay Place, Sydney Tamiia Poitier, Aidan Quinn, Miguel Sandoval, Amanda Seyfried, Sissy Spacek, Robin Whright Penn. Fotografía: Xavier Pérez Grobet. Música: Edward Shearmur. Producción: Julie Lynn. Vista en: Cine.

[+] Nueve vidas (crítica en DVD), en Rod@ndo

21 septiembre 2006

PROFESOR LOACH

Puede decirse que existen, a grandes rasgos, dos Ken Loach: por un lado, está el cronista de la lucha diaria de los habitantes por sacar la cabeza en los barrios y ciudades depauperadas de una Inglaterra entregada con ardor al neocapitalismo (corriente en la que se integrarían títulos como Ladybird Ladybird, Lloviendo piedras o Dulces dieciséis); y otro, el que podríamos llamar "Loach didáctico", empecinado en un gran proyecto explicativo de por qué el sueño de la revolución socialista se esfumó en la Europa del siglo XX.

Este último Loach es el que firmó Tierra y libertad y es el que ahora nos trae El viento que agita la cebada, sorpresiva ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, y que ha levantado una auténtica tormenta en su país de origen, al situarse en la lucha por la independencia irlandesa y la posterior guerra civil, un período aún hoy poco menos que tabú en el reino de Su Graciosa Majestad.

Y sin embargo, cuando uno termina de ver la larga epopeya centrada en dos hermanos que luchan codo con codo contra los ocupantes británicos para luego verse enfrentados por sus posiciones contrapuestas respecto al primer tratado de autonomía, es inevitable la sensación de que, en realidad, bajo esta historia evidente late otra, la que verdaderamente Loach quería contar, y que la hermana profundamente con su película de la Guerra Civil española: si en ésta se nos narraba la purga de los troskistas en el bando republicano, a manos de los comunistas teledirigidos por Stalin, en ésta toma partido por el bando que no se conforma con una independencia que mantenga los viejos privilegios de los ricos, sino que quiere ir más allá para conseguir no sólo una Irlanda independiente del Imperio Británico sino, además, una Irlanda socialista.

Tanto unos como otros tienen en común el hecho de que fueron los perdedores en sus respectivos escenarios, en una época convulsa en la que la semilla revolucionaria prendía en cada rincón de Europa. Y así, El viento que agita la cebada se convierte en una auténtica película de tesis, lo que acaba derivando en problemas que impiden que la cinta levante el vuelo y supere el aprobado raspado, lo que hace más irónico que sea precisamente por ésta por la que se haya llevado un galardón como el de Cannes, que podía haber ganado por otras cintas bastante mejores en pasadas ediciones.

El maniqueísmo que se ha señalado como principal defecto en las películas de Loach, justificado en muchas ocasiones por su nada escondida posición ideológica y por ese mismo afán didáctico, llega en esta ocasión al paroxismo, presentando al ejército británico como una auténtica jauría de fieras sin ningún rasgo humano, bestias asesinas capaces de matar a un chico sólo porque se niega a dar su nombre en inglés, crueles hasta el extremo a la hora de torturar a un preso y malvadas por definición.

Algo que, por otro lado, ha sido siempre así en las películas que hablan de las nacionalidades oprimidas por los ingleses en sus propias islas (y si no, ahí tenemos ejemplos del cine comercial como Braveheart o Rob Roy), pero que en esta ocasión chirría desde el momento en el que se nos cuenta que el bando pro-Tratado pasa a ser armado y utilizado por los ingleses para hacerles el trabajo sucio y reprimir a los independentistas: les vemos utilizar las mismas cárceles, uniformes y métodos, fusilar a los que hasta entonces fueron sus compañeros... pero en su caso sus rasgos siguen siendo humanos; hacen lo mismo que los ingleses, pero ellos no son bestias, porque son irlandeses. Una trampa demasiado evidente, que resta contundencia a la manera en como se nos transmite el mensaje.

A pesar de demostrar en numerosas escenas que Loach sigue siendo un gran cineasta, con esa planificación tan personal de las secuencias, construidas con planos abiertos que buscan ir más allá del personaje individual para hablarnos del colectivo, hasta el punto de que el protagonista, Cillian Murphy, tiene sólo algo más de presencia que el resto de sus compañeros, la película, a pesar de utilizar la crónica épica para construir su discurso, no emociona quizá, en parte, por esa evidencia del truco. Y esa falta de identificación con los protagonistas resulta más sorprendente si tenemos en cuenta que Loach y su guionista, Paul Lavery, son maestros en construir personajes con los que el espectador simpatiza desde un primer momento y permite que veamos el mundo a través de su mirada, exactamente la misma de su director (y si no, basta con recordar los estupendos resultados que al respecto obtenía en Mi nombre es Joe o Riff-Raff).

Para nosotros, que observamos la historia de la lucha de Irlanda por su independencia desde una posición de meros espectadores, El viento que agita la cebada carece de la capacidad revulsiva que ha demostrado en su país de origen (y, por lo que se ve, en Cannes, cuyas Palmas de Oro llevan varios años bastante descafeinadas) y se queda, así, en una película "típica" de Loach, en la que los aciertos no deslumbran y los puntos débiles pesan demasiado.

Sólo cabe esperar que no sea un signo de agotamiento: al fin y al cabo, lo mismo le sucedió con La canción de Carla, y luego logró remontar el vuelo.

EL VIENTO QUE AGITA LA CEBADA. The Wind That Shakes the Barley. Alemania, Italia, España, Francia, Irlanda, Reino Unido, 2006. Color, 127 min. Director: Ken Loach. Intérpretes: Cillian Murphy, Padraic Delaney, Liam Cunningham, Gerard Kearney, William Ruane. Guión: Paul Laverty. Fotografía: Barry Ackroyd. Música: George Fenton. Producción: Rebecca O'Brien, Redmond Morris. Vista en: Cine.

[+] El viento que agita la cebada, en Pelisbilbao

17 septiembre 2006

DOS PELÍCULAS EN UNA


Pues bueno, ¡ya tenemos las tres! Ya está completa la terna entre la que los muy honorables miembros de la Academia elegirán cuál será la película que envíen a representarnos a los Oscar. Una vez vistas Volver y Alatriste, ya podemos asomarnos a la tercera, que acaba de llegar a nuestras pantallas, Salvador, un biopic sobre la vida y ajusticiamiento de Salvador Puig Antich, el último ejecutado en España por el método medieval y brutal del garrote vil (¡es increíble la inventiva que ha aplicado el hombre desde siempre a pensar nuevos y expeditivos métodos de matar!).

Con Salvador, curiosamente y a pesar de las diferencias entre una y otra, nos encontramos con una estrategia muy parecida a la de Alatriste: una producción con un presupuesto solvente (lejos de las cifras de la película de Díaz Yanes pero, aún así, muy generoso para los niveles en los que se suele mover el cine español), una estrella internacional (Daniel Brühl, que saltó a la fama con Good Bye, Lenin) y un gran reparto en el que milita gran parte de la primera línea del cine español del momento (resulta curioso que, en la terna, haya bastantes actores que aparecen en más de un título). Y lo que, a la postre, se revela como más destacado de la película de Manuel Huerga: su apuesta por la traslación a una historia de nuestro pasado reciente del formato no ya de un género hollywoodiense, sino de dos.

Porque dos son las películas, claramente diferenciadas, que conviven en el metraje de Salvador: la primera, en la que se nos narra, en un largo flash back, la historia de Puig Antich, cómo se inició en la acción armada para enfrentarse al régimen de Franco, sus relaciones amorosas y su evolución, hasta su aciaga detención en la que se produce un tiroteo y muere un policía (cargo que servirá para que le condenen a muerte cuando, tras el asesinato de Carrero Blanco, el Gobierno busque un chivo expiatorio); y una segunda, centrada en la larga espera hasta la ejecución, los intentos por conseguir el indulto y la ejecución misma.

Pues bien, para la primera parte, Manuel Huerga (doce años sin visitar las pantallas grandes desde su opera prima Antártida, si bien ha permanecido ligado a la imagen desde la gestión y creación televisiva y publicitaria) opta por una estética, un ritmo y unos códigos de narración propios del thriller norteamericano. Y la cosa funciona: si bien parece arriesgado trasladar lo que tantas veces hemos visto en títulos ambientados en Las Vegas, Chicago o Nueva York, una sabia utilización de las posibilidades puestas a su alcance nos introduce en un relato ágil, propio para mostrar la vorágine en la que se ven inmersos los miembros del comando, con una fotografía que nos sitúa en los años setenta y una ambientación perfecta, en la que la música de Lluís Llach, extremadamente eficaz, se alterna con pasajes en los que podemos oír temas de aquellos años (a destacar la estupenda secuencia del atraco perpetrado a los sones de Locomotive Breath, de Jethro Tull).

En cambio, para la segunda, Huerga opta por lo que se ha convertido ya en un verdadero subgénero del cine norteamericano (o quizá deberíamos decir sub-subgénero, porque a su vez es una derivación del cine carcelario), como es el del preso en el corredor de la muerte (en España no existía tal cosa, pero la situación es similar). Y aquí es donde la película flojea más porque, a la agilidad e innovación que supone para nuestro cine la primera mitad, en este caso la película, fiel a las necesidades del género, opta por desarrollar los aspectos más emotivos, material sensible que, aunque eficaz, roza a veces la inverosimilitud, por más que se sostenga que todo está basado en hechos reales. Un peligro que ronda constantemente, por ejemplo, a Leonardo Sbaraglia, que pone todo su empeño en que la evolución del funcionario primero hostil y luego solidarizado con el reo sea creíble (y cuya conversión se concreta en una escena, la del partido de baloncesto uno contra uno en el patio de la cárcel, que es ya un estándar de este tipo de películas).

Con una sobresaliente interpretación de Daniel Brühl y unos secundarios ajustados y competentes (Manuel Huerga incluso consigue que Tristán Ulloa esté bien, algo que, por sí sólo, ya es mérito suficiente), el director consigue lo que, sobre el papel, parecería imposible: transformar lo que podría haber sido una película panfletaria, en una muy digna película comercial, que asume sin complejos un estilo de cine fácilmente accesible para todos los espectadores (y eso, sin renunciar a una posición ideológica explícita, que sólo se ve empañada en los títulos de crédito del final por una extraña amalgama en la que se mezclan Palestina, el 11-S, Bin Laden, la guerra de Yugoslavia o el 11-M, sin que nos quede muy claro qué tiene que ver con lo que acabamos de presenciar).

Y así, este reverso de Cuéntame o Aquello de lo que la familia Alcántara no habla a la hora de cenar todos juntos, se transforma en una película que supera el localismo para poder ser vista por cualquier espectador foráneo. De hecho, es la más americana de las tres, lo que no es mala baza de cara a una posible competencia por los Oscar.

Pero nada de eso importa, porque ya sabemos todos que toca poner la pica en Los Ángeles. Y, ¡ríete tú de Rocroi! Claro que, cuando los académicos de Hollywood pasen de nuestro Alatriste, que si los hados no lo remedian será la elegida por los muy sabios miembros de nuestra Academia el próximo día 28, siempre nos quedará el consuelo de decirnos que los pobres yanquis están adocenados por su estúpido cine comercial y no son capaces de degustar un delicatessen tan profundo y artístico como el protagonizado por el bueno de Mortensen. Y así, podremos poner una mueca displicente y decir: "¡Bah!, ¿serán paletos?"

En fin, nunca he tenido más ganas de equivocarme que en esta ocasión, podéis creerme.

SALVADOR. España, Reino Unido, 2006. Color, 134 min. Dirección: Manuel Huerga. Intérpretes: Daniel Brühl, Tristán Ulloa, Leonardo Sbaraglia, Leonor Watling, Ingrid Rubio, Celso Bugallo, Joaquín Climent, Antonio Dechent, Manuel Morón. Guión: Lluís Arcarazo, basado en el libro de Francesc Escribano Compte enrere. Fotografía: David Omedes. Música: Lluís Llach. Producción: Carola Ash, Albaert Martínez Martín, Jaume Rores. Vista en: Cine.

[+] Salvador, en Pelisbilbao
[+] Puig Antich, en El séptimo cielo

14 septiembre 2006

UNA HERMOSA COMEDIA DE HORROR


Contra lo que muchas veces tendemos a pensar, las secuelas son algo casi tan viejo como el mismo cine o, al menos, tanto como la industria. El razonamiento que desde un primer momento las justificó es muy sencillo: si algo ha funcionado y es rentable, ¿por qué no extenderlo hasta que haya dado el último centavo? El resultado fue que muchos de los títulos míticos de la época, como ocurrió con King Kong, arrastraron detrás una curiosa colección de secuelas, de calidad normalmente decreciente (en muchos casos, a velocidad vertiginosa), que terminaban caricaturizando el original.

Y si ésa era la política de los estudios, estaba claro que Frankenstein, un auténtico bombazo en la taquilla, no se iba a librar de ser carne de secuela. Estrenada en 1931, tuvo un éxito descomunal, que contribuyó a consolidar las películas "de monstruos" (inauguradas poco antes por el tieso Drácula de Browning) que se convertirían, aún hoy, en uno de los mayores activos artísticos y económicos de la Universal.

Pero su director, James Whale, no estaba por la labor; culto y formado en el teatro inglés, nunca llegó a tener gran estima por sus películas fantásticas, por más que tanto la adaptación del libro de Mary Shelley como El hombre invisible (1933), inspirada por la novela de H. G. Wells, sean considerados hoy clásicos indiscutibles y lo mejor de su filmografía. Pero por entonces, y aunque lograba llevar los temas de sus películas a su terreno, para Whale no eran más que el peaje necesario para abrirse un hueco en Hollywood y sacar adelante proyectos más personales y ambiciosos.

A mediados de la década de los treinta, Whale está en la cima de su carrera, y es uno de los pocos directores capaces de poner condiciones a los todopoderosos productores (en su caso, el mítico Carl Laemmle Jr.). Cuando finalmente accede a dirigir una continuación de Frankenstein (que, recordemos, finalizaba con la muerte del monstruo) es con la condición de tener las manos libres para reinterpretar el mito a su manera.

Y eso, ni más ni menos, es lo que hace. De hecho, se puede considerar a La novia de Frankenstein, más que una secuela, una nueva forma de poner en pie el mismo relato. Y el resultado es una película libérrima, enormemente atrevida en sus sugerencias, y con sorprendentes referencias cultas (como el prólogo que reconstruye la velada con Byron y los Shelley que, según la tradición, dio origen a la novela original) que convierten a La novia... en una rara avis en la producción de terror de la Universal.

De hecho, y en realidad, no se trata de una película de terror, sino de una comedia de horror de un humor negro como la pez, patrimonizado por el doctor Pretorius (sublime la cómica secuencia de los homúnculos metidos en tarros de cristal), interpretado por Ernest Thesiger, en el que no es difícil adivinar al alter ego del propio Whale, con líneas tan memorables como este diálogo mítico:

Dr. Pretorius: ¿Sabes quién es Henry Frankenstein, y quién eres tú?
El Monstruo: Sí, le conozco. Me hizo de muertos. Amo a los muertos... odio a los vivos.
Dr. Pretorius: Eres sabio, no hay duda.

Aunque Whale se permitía vivir su homosexualidad de una forma visible, siempre tuvo muy presente la humillación que la sensación de ser diferente le produjo en su infancia en el seno de una familia de clase obrera inglesa. De ahí que a todas sus obras fantásticas posean puntos comunes como las escenas en las que los "monstruos" (criaturas que no han elegido ser como son, y que en el fondo son unas incomprendidas) son perseguidos por masas llenas de odio que no les aceptan y quieren destruirles.

Pero es en La novia de Frankenstein donde esa identificación es llevada al límite, hasta el punto de que el monstruo que comienza la película asesinando va sufriendo un proceso en el que termina siendo más humano que el resto de los personajes. Pronto le vemos como un ser solitario que sólo aspira a lo mismo que cualquier otro, a ser aceptado, a tener amigos, ser querido e incluso amado (como vemos en la secuencia con el ciego, genialmente parodiada, por cierto, por Mel Brooks en El jovencito Frankenstein); pero eso escapa fuera de toda lógica, y su único destino posible debe ser la aniquilación porque, para él, no puede haber un lugar entre la gente de bien y, así, cualquier atisbo de esperanza será cercenado desde el principio.

Aún se guardaba Whale, sin embargo, una última sorpresa, un as en la manga donde dar rienda suelta a su malévola misoginia. La criatura, incitada por el doctor Pretorius y su búsqueda de "un nuevo mundo de dioses y monstruos", quiere una compañera para lograr el sueño de ser un hombre completo. Pero, una vez que la construyen, ella misma huye de su abrazo, horrorizada, refugiándose, para colmo, en los brazos del atractivo doctor Frankenstein.

Su aparición, de escasísimos minutos y al final de la película, es el broche de oro de una película fascinante, divertida y hermosa, portadora sin embargo de una historia que oculta su dureza bajo los mimbres de una falsa película de terror con la que, además, su director repitió éxito comercial. Y es que, como decía el James Whale personaje de Dioses y monstruos, genialmente encarnado por Ian McKellen, el truco estaba en no estropearles la película a los que no entendían la broma.

LA NOVIA DE FRANKENSTEIN. EE. UU., 1935. Blanco y negro, 75 min. Director: James Whale. Intérpretes: Boris Karloff, Colin Clive, Valerie Hobson, Ernest Thesiger, Elsa Lanchester. Guión: William Hurlbut, a partir de los personajes creados por Mary Shelley. Fotografía: John J. Mescall. Música: Franz Waxman. Producción: Carl Laemmle, Jr. Vista en: DVD (Universal)

11 septiembre 2006

DEPRESIÓN AL ESTE

Con "un poco" de retraso (si se descuidan, la estrenan con los galardones de la edición de este año ya entregados), ha llegado a nuestras pantallas la cinta merecedora de la Concha de Oro y la de Plata a la mejor actriz (Anna Geislerová) en el pasado Festival de San Sebastián, la checa Algo parecido a la felicidad. Y, a tenor de lo visto, podemos concluir que el certamen donostiarra del año pasado sirvió para certificar que la Europa del Este, incluso la que se supone felizmente integrada en la UE, vive momentos anímicos más bien bajos. Si la ganadora del premio al mejor guión, Verano en Berlín, nos narraba la lucha cotidiana de dos mujeres en la zona oriental de la capital alemana por salir adelante en un estado emocional tan precario como el panorama laboral, la película de Bohdan Sláma, a pesar de su título en español, nos habla directamente de una situación en la que la posibilidad no ya de alcanzar la felicidad, sino de simplemente asomar la cabeza, parece casi inexistente.

Centrada en las relaciones entre tres jóvenes amigos y vecinos del mismo bloque (el chico, Toník, interpretado por Pavel Liska, un actor que por momentos parece un clon checo de Eduard Fernández), la película recorre la conjugación entera del verbo "frustrar", y todo ello en un barrio de una ciudad indeterminada feo, gris y decadente, un suburbio obrero en el que la sombra contaminante de la fábrica, única pero menguante fuente de riqueza, parece presidir y encarnar la imposibilidad de un futuro mejor para ninguno de los habitantes, sea de la generación que sean.

Así, los padres aparecen reflejados como unas personas que fueron arrancadas de sus orígenes rurales para caer en el adocenamiento y la crisis de identidad de quienes han perdido sus raíces (con el agravante de aquéllos que, después de dejarlo todo, luego se ven expulsados de la seguridad para caer, directamente, en las garras del paro), hasta el punto de no entender a los jóvenes que luchan por mantener en pie una granja que se viene abajo y que la todopoderosa fábrica quiere comprar, o que desdeñan la posibilidad de emigrar.

Así, el novio de una de las chicas, Monika, se ha ido a Estados Unidos, desde donde le ofrece un billete para que se reúna con él, porque le ha encontrado trabajo cuidando a los niños de su jefe... Pero Monika se ve obligada a cuidar en su lugar de los hijos de su amiga Dasha, madre soltera que tiene que ser internada por sus problemas mentales (¿por qué hacer el papel de una enferma mental es siempre garantía de galardón?), mientras que Toník, el tercero en discordia, sufre en silencio su amor por Monika, de la que lleva enamorado desde niño, pero a la que nunca ha podido confesar sus sentimientos...

Con estos mimbres, y en este escenario, Bohdan Sláma va tejiendo una historia donde lo peor no es la situación desfavorecida de la que parten los personajes, sino que, en un guión no exento de sadismo, les ofrece, en algún momento, un atisbo de felicidad, una ilusión pasajera de que todo va a mejorar... para, en la siguiente escena, desmentir esa posibilidad y dejarles, de hecho, en peor situación en la que se encontraban.

Un panorama duro que, sin embargo, no llega a calar al espectador, que asiste a la historia sin sentirse concernido, algo que termina volviéndose un lastre cuando nos enfrentamos a una cinta como ésta. Pero la realización, pausada y a veces demasiado distante, no ayuda a que el buen trabajo de los actores llegue a conseguir su objetivo último, y es inevitable preguntarse, cuando se encienden las luces, si el mérito más importante de la película se quedará en lo meramente testimonial, y así ocupará su lugar en una futura filmoteca dedicada a las películas que nos hablaron de la crisis de Europa, muy lejos de las cotas a las que los venerables maestros del neorrealismo, con temas muy parecidos (¡qué poco hemos cambiado), supieron llevarnos.

ALGO PARECIDO A LA FELICIDAD. Stestí. República Checa, Alemania, 2005. Color, 100 min. Dirección y guión: Bohdan Sláma. Intérpretes: Pavel Liska, Tatiana Vilhelmová, Anna Geislerová, Marek Daniel, Bolek Polívka. Fotografía: Divis Marek. Música: Leonid Soybelman. Producción: Karl Baumgartner, Thanassis Karathanos, Viktor Schwarz, Pavel Strnad. Vista en: Cine.

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09 septiembre 2006

EL TOQUE MANN


Es curioso el caso de Michael Mann. Aunque encuadrado en el sector industrial y más comercial de Hollywood, sus películas, especialmente las más recientes, han ido acometiendo retos que, sobre el papel, parecen rehuir algunos de los elementos considerados imprescindibles para el éxito de una película de gran presupuesto.

Así, en El dilema diseccionaba con escalpelo las intrigas en torno a la industria tabaquera; en Heat nos ofrecía un duelo mayúsculo entre un maestro del robo interpretado por Robert de Niro y un detective dispuesto a atraparlo (Al Pacino) que suponía una puesta al día de lo mejor del cine negro clásico; en Alí nos narraba la historia de Mohamed Alí sin concesiones al biopic almibarado y televisivo, y en Collateral, su última película hasta la que ahora nos ocupa, seguía las peripecias de un asesino a sueldo y su obligado conductor a lo largo de una noche en Los Ángeles, con el único escenario, durante buena parte del metraje, del interior del taxi.

Algo parecido vuelve a ofrecernos en Corrupción en Miami, un trabajo que, sin la pegada de Collateral ni los niveles de Heat, ofrece un título cien por cien Mann. Frente a otras películas que han tomado las viejas franquicias televisivas para traducirlas al estándar del cine comercial de principios del siglo XXI (que, para sus perpetradores, parece resumirse en explosiones, ritmo videoclipero y mucho ruido, y que conste que no miro a nadie, Drew), Mann ha optado por llevar a la pantalla a Sonny Crockett y Ricardo Tubbs a través de un proceso de adultización (y perdón por el palabro).

En manos de otro director, Corrupción en Miami habría derivado, seguramente, en un espectáculo tan aburrido como explosivo, pero Mann apuesta por un guión en el que la acción, a lo largo de las algo más de dos horas que dura la película, es más bien escasa, salvo la ineludible concesión al tiroteo final. Y, como ya hiciera en Collateral, por el recurso a la cámara en mano y una iluminación sucia (muchas de las escenas nocturnas, sobre todo las rodadas en exteriores, ofrecen un visible grano en la pantalla que delata las malas condiciones lumínicas en que fueron rodadas), lo que tiene como consecuencia el teñir de verosimilitud una historia que, en el fondo, es muy parecida a la de muchos otros blockbusters.

Esa mirada es, quizá, lo más interesante de la propuesta. Porque, cuando se rueda en esas condiciones, el hecho de que los protagonistas conduzcan un Ferrari, un jet privado, un avión o una lancha que nada tiene que envidiar a un monoplaza de Fórmula 1, aparece de una manera en las antípodas de lo que sería, por ejemplo, una producción típicamente jamesbondiana: aunque veamos el lujo que mueve el narcotráfico y la delincuencia high class, no abandonamos en ningún momento los parámetros del cine negro, y la sordidez impregna hasta el aparato más sofisticado que aparezca en el plano. Y así, Corrupción en Miami se convierte en una crónica detallada de los mecanismos utilizados por las grandes redes criminales y los métodos al borde de la legalidad de la policía y el FBI para desenmascararles y detenerles.

Además, la propuesta estilística de Mann sirve para arropar y disimular un guión que, si bien eficaz, no aporta prácticamente nada nuevo, pues es una fotocopia de muchas otras películas que hemos visto. Y para potenciar a unos actores que están formidables, desde un Colin Farrell convenientemente macarra, a un Jamie Foxx más reflexivo que su compañero, una sorprendente Gong Li, ex musa del cine oriental delicatessen (impagable oírle soltar tacos en español en la versión original)... y un Luis Tosar superlativo, que da sopas con honda al Bardem de Collateral sobre cómo se contruye un malo malísimo en las cuatro escenas escasas en que aparece (y por cierto, genial el guiño a Amancio Ortega).

Por todo ello, Corrupción en Miami es una perfecta puerta de entrada al cine de Michael Mann... para quien aún lo desconozca. Pero, para quien ha vibrado con algunas de sus grandes obras, es inevitable que la película, aún funcionando, siguiéndose con interés y con la sensación de estar ante un título de calidad, quede lejos de ellas.

Seguramente quedará como una película menor en la filmografía de Mann, pero ¡ojalá el grueso del cine norteamericano fuese tan menor como éste!


CORRUPCIÓN EN MIAMI. Miami Vice. EE. UU., Alemania, 2006. Color, 134 min. Director y guión: Michael Mann, basado en la serie creada por Anthony Yerkovich. Intérpretes: Colin Farrell, Jamie Foxx, Gong Li, Naomie Harris, Ciarán Hinds, Justin Theroux, Luis Tosar, John Ortiz. Fotografía: Dio Beebe. Música: John Murphy. Producción: Pieter Jan Brugge, Michael Mann. Vista en: Cine.

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05 septiembre 2006

NOSTALGIA DEL FUTURO


Por decirlo rápido, que dicen que en esto de internet el tiempo vuela y nadie pasa dos veces por el mismo post: la gran película de animación del año sería Monster House... si no fuese porque semejante título podría quedarse corto para definir los méritos de una producción que está llamada a permanecer entre las imprescindibles de cualquier aficionado al género o, simplemente, de cualquier aficionado al cine.

Y eso que, en realidad, se trata de un film que inventar, inventa poco, pero ofrece a cambio una capacidad tan grande para asimilar referencias que termina erigiéndose en un título singular. A partir de una idea y un escenario prácticamente únicos (un chico vive obsesionado por la lúgubre casa del otro lado de la calle, en la que tienen tendencia a perderse los objetos que llegan a su césped, o a ser directamente robados por su inquietante inquilino), el debutante Gil Kenan levanta una película deliciosamente malvada, estéticamente impactante (y por momentos bellísima), y con un listón en la calidad de animación que le habla directamente de tú a Pixar, Dreamworks y demás herederos del trono de tío Walt.

Sin embargo, me atrevería a decir que no es ésa la clave de bóveda que termina por elevar esta película, sino un guión simplemente perfecto, en el que por fin se ofrece una historia para niños genuinamente incorrecta, de verdadero cuento de miedo de tienda de campamento, que no rehúye la posibilidad de inquietar, sin que venga un salvífico personaje a decir que, poco más o menos, no pasa lo que pasa. Pues sí, sí que pasa, y el resultado final disipa cualquier temor que se pudiese albergar al leer que la película surge de la inspiración de Robert Zemeckis y de la técnica de captación de movimientos y expresiones empleada en Polar Express... pues bien, olvidémonos de la ñoñería del tren poblado por el ataque de los clones de Tom Hanks, y quedémonos con la única parte buena de la frase anterior: la calidad de la animación.

Claro que, en realidad, hay otro nombre auspiciando el proyecto que, una vez más, demuestra su olfato, y es el viejo zorro de Spielberg, que dio luz verde a las ideas de Kenan. Y quizá por eso no sea gratuito decir que la película bebe directamente de las maravillosas películas ochenteras con las que crecimos toda una generación y, así, no es difícil encontrar reminiscencias de las para muchos míticas Poltergeist o Los goonies, de cuando ibas a ver una película cuyo título siempre iba antecedido por un "Steven Spielberg presenta", y ya sabías lo que te venía encima (que, además, solía ser bueno).

Pero la película va más allá, y no se contenta con quedarse en una mera resurrección virtual en pleno siglo XXI de nuestra nostalgia finisecular; así, entra por momentos en la pura belleza visual, con destellos de títulos tan señeros como Freaks (la maravillosa secuencia en la que se nos explica por qué está maldita la casa), y con retratos absolutamente deliciosos de personajes como la canguro semi-punkarra, la niña repipi de colegio pijo que vende chucherías puerta a puerta para Halloween aplicando métodos avanzados de marketing, ese crack de niño que responde al nombre de Croqueta, la madre obsesionada por evitarle traumas a su hijo que está entrando en la adolescencia, o la genial secuencia inicial de la niña en su triciclo, cuya calidad técnica, además, es simplemente impresionante... y eso, sin mencionar las escenas en las que la casa y sus transformaciones se vuelven protagonistas absolutos.

Y todo ello, sin olvidar el primer mandamiento: divertir y asustar. Cuando terminó la proyección, los niños que abarrotaban la sala prorrumpieron en un aplauso cerrado... incluso el pequeñajo que, en la fila de delante, le había pedido a su abuelo, en un momento dado, que le cogiera la mano (eso sí, al salir del cine, ese mismo niño iba diciendo, exultante: "¡Cómo mola!").

¿Que si mola? ¡Mola mazo!

MONSTER HOUSE. Monster House. Animación, EE. UU., 2006. Color, 91 min. Dirección: Gil Kenan. Voces: Mitchel Musso, Sam Lerner, Spencer Locke, Steve Buscemi, Maggie Gyllenhaaal, Jason Lee, Kevin James, Nick Cannon, Catherine O'Hara, Fred Willard, Kathleen Turner. Guión: Dan Harmon, Rob Schrab, Pamela Pettler. Fotografía: Paul C. Babin, Xavier Pérez Grobet. Música: Douglas Pipes. Producción: Jack Rapke, Steve Starkey. Productores ejecutivos: Ryan Kavanaugh, Steven Spielberg, Robert Zemeckis.Vista en: Cine.

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02 septiembre 2006

LA PELÍCULA QUE PUDO SER


Pocas veces se volverá a dar una conjunción de factores tan favorable como la que ha precedido el alumbramiento de Alatriste: un punto de partida, las novelas de Arturo Pérez-Reverte, auténticos best sellers que retoman y adaptan a la España del siglo XVII las claves del género de capa y espada bendecidas por Dumas y compañía; la elección de un actor carismático que además, tras la saga de El señor de los anillos, ha logrado imbuir a su estampa de una intensidad épica que añadía enteros al personaje de Diego Alatriste; un director-guionista solvente, que había dado muestras de pulso firme en su debut en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, y demostrado que no le asustan los retos en Sin noticias de Dios; un plantel de secundarios entre los que militan algunos de los mejores actores del momento del cine español; y un presupuesto amplio, generoso, con el que levantar un retrato convincente y espectacular de un país crepuscular, esclerotizado, que ve disolverse su imperio mientras sus mejores hombres se desangran en los campos de batalla.

Y quizá lo más difícil, lo más importante: un público entregado de antemano. Cuando oímos tantas y tantas veces quejarse a los responsables del cine español del presunto analfabetismo del espectador patrio (patético aquel discurso de la presidenta de la Academia, en la entrega de los Goya, literalmente riñendo a los españoles porque habían preferido a Harry Potter o a Shrek frente a las producciones españolas del año), esta vez se había creado una verdadera expectación, que a buen seguro se reflejará en la taquilla de este primer fin de semana, alimentada además por un trailer prometedor que parecía garantizar el resultado. Una cierta sensación de "por fin, por fin lo hemos conseguido, lo hemos logrado..."

Pues no. No lo logramos. Por resumir, Alatriste no es una mala película, pero tampoco es buena. Es, simplemente, una película del montón, prima hermana de otras cien que, si se estrenasen en nuestras pantallas con pasaporte francés o alemán, durarían una o dos semanas en cartelera, otra gran producción europea del tipo de las de "quiero y puedo pero, no sé por qué, no me sale".

Y lo más frustrante es que, a lo largo de todo el metraje, se entrevé perfectamente la gran película que pudo llegar a ser y no alcanzamos a ver: resulta sorprendente la escasa creatividad que muestra en la planificación y los movimientos de cámara, con secuencias que se van sucediendo mecánicamente, sin verdaderos picos de emoción, y con el convencimiento final de que Díaz Yanes, simplemente, no sabe rodar secuencias de acción. De hecho, los mejores momentos de la película, únicos destellos que apuntan lo que podría haber sido, o bien son escenas intimistas (magnífico el último encuentro de Alatriste con María de Castro, una hermosa Ariadna Gil), de acción en interiores (la secuencia de los túneles de Breda), o de las pocas con cámara dinámica (el plano de las botas en el primer encuentro con Olivares).

Viggo Mortensen pone su estampa al servicio de un Alatriste de pocas palabras, convincente, amargado, escéptico, que nos arrastra... hasta que abre la boca. Sinceramente, es de agradecer que Mortensen haya querido rodar en español pero, ¿quién puede creerse que Diego Alatriste haya nacido en León cuando luego le oímos hablar? El esfuerzo que, además, tiene que hacer el actor neoyorquino para que no se note su acento le lleva a un tono neutro que no es de ningún sitio, y a la sensación de que asistimos, más que a una interpretación, a un recitado.

Sin embargo, es en los secundarios donde brilla a más altura la película. Formidables están, como siempre, Eduard Fernández (¡qué robaplanos!), Unax Ugalde y Antonio Dechent; sorprendentemente creíbles Juan Echanove como Quevedo y Javier Cámara como el conde-duque de Olivares; bella y triste Ariadna Gil, Elena Anaya correcta, y una Pilar López de Ayala que, simplemente, no tiene papel al que agarrarse. Y en cuanto al antagonista de Alatriste, un Gualterio Malatesta bien asentado en el cuerpo de Enrico Lo Verso... ¿alguien que no haya leído los libros y sólo vea la película entenderá el motivo de su rivalidad?

Mención aparte merece la sorprendente y, vistos los resultados, gratuita elección de Blanca Portillo para hacer el papel del inquisidor. ¿Por qué? ¿Qué aporta? Si se toma una decisión tan al límite, debería poder justificarse de alguna manera... Eduardo Noriega, por su parte, reconfirma lo que ya sabemos de largo: que es un actor tan guapo como limitado, pero aquí no molesta demasiado.

Pérez-Reverte ha destacado hasta la saciedad que no pretendía hacer una historia luminosa, sino tan triste y sucia como lo era aquella España desalentada y en decadencia; de ahí que los duelos y las luchas no podían ser brillantes, espectaculares... aquí estaríamos en las antípodas de Los duelistas, de Ridley Scott: los combates apenas duran segundos, los espadachines son marrulleros, los heridos se rematan a cuchilladas y la sangre salpica. Pero lo contrario de lo espectacular nunca debe ser lo ramplón, máxime cuando se pone tanto cuidado en otros aspectos como el de recrear la luz de los cuadros de los maestros del Siglo de Oro (incluso a extremos tan cansinos y poco originales como la reproducción del cuadro de La rendición de Breda), con una estrupenda fotografía de Paco Femenía.

El final de la película, en fin, resume perfectamente todo lo bueno y lo malo que lo precede. Simplemente, no es emocionante, no es épico, y no transmite la grandeza que debería... en parte, por la marcha de infantería que se escoge para llevarnos al último plano. Muy buena idea sobre el papel pero, en la pantalla, de resultado bastante plano. Una ocasión desaprovechada por el habitualmente inspirado Roque Baños.

Una lástima. Otra más.

ALATRISTE. España, Francia, EE. UU., 2006. Color, 147 min. Director: Agustín Díaz Yanes. Intérpretes: Viggo Mortensen, Unax Ugalde, Ariadna Gil, Eduard Fernández, Antonio Dechent, Juan Echanove, Javier Cámara, Eduardo Noriega, Elena Anaya, Enrico Lo Verso, Blanca Portillo, Pilar López de Ayala. Guión: Agustín Díaz Yanes, a partir de las novelas de Arturo Pérez-Reverte. Fotografía: Paco Femenía. Música: Roque Baños. Producción: Álvaro Agustín, Antonio Cardenal. Vista en: Cine.

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