29 octubre 2006

INMENSO DICAPRIO


Para quienes siempre hemos creído que en Leonardo DiCaprio se ocultaba un grandísimo actor que se había equivocado demasiadas veces a la hora de elegir sus papeles, Infiltrados, la última entrega de Scorsese, es un regalo venido del cielo: por fin nos encontramos con una película en la que nadie podrá poner en tela de juicio la superlativa interpretación de quien ya fue capaz de fascinarnos cuando apenas era un niño con su papel en ¿A quién ama Gilbert Grape? Definitivamente, DiCaprio ha dejado atrás lo guapito y aniñado de su físico y ha sido capaz de componer un personaje duro, atormentado, que se crece incluso en las escenas más complejas, aquéllas en las que aguanta el plano sin una línea de diálogo, teniendo que expresar únicamente con la mirada... Ni qué decir tiene que se come con patatas a la inanidad de Matt Damon, incluso cuando no coinciden en pantalla (esa escena en la que hablan por teléfono...).

Infiltrados no es el Segundo Advenimiento de Scorsese como muchos proclaman, entre otras cosas porque el genio nunca se ha ido: aunque fallidas, Gangs of New York y El aviador contenían en su interior la suficiente ración de cine como para que calificarle de acabado fuese poco menos que una provocación. Pero sí que es, sin lugar a dudas, una gran película, en la que el genio de Toro salvaje vuelve a demostrar que es el más moderno de todos los cineastas, que respira cine por todos los poros, y que su sentido del ritmo, de la narración, de la composición del plano, sigue rayando en lo milagroso (¿qué destrozo inenarrable habrían provocado con el excelente pero complicado guión los Tony Scott y compañía?).

Cuando se multiplican por la red los comentarios decepcionados por La Dalia Negra, una semana después, afortunadamente, tenemos la confirmación de que el cine negro, contra todo pronóstico, no está muerto, sino que sigue vivo para ofrecernos la mejor radiografía de nuestra sociedad y de lo que verdaderamente están hechos los hombres. Así, el personaje de DiCaprio es obligado a abandonar su meritoria carrera para salir del cenagal de un barrio que aboca a todos los jóvenes a ingresar en la delincuencia para meterse de lleno en ella y ejercer de topo de la policía, mientras que el corrupto personaje de Damon asciende rápidamente en el escalafón sólo para informar a Frank Costello, el mafioso que controla Boston, un mefistofélico (como no podía ser de otro modo) Jack Nicholson. Nada es pues lo que parece, y cualquier atisbo de dignidad es sólo un camelo, en un juego de cajas chinas en el que uno corre el riesgo de terminar olvidando su propia identidad.

Con líneas de diálogo que tienen todo el potencial para ser recordadas durante mucho tiempo, planos y secuencias poderosos, un paternal y sublime Martin Sheen, un extrañamente solvente Alec Baldwin, y un Mark Whalberg a quien Scorsese regala un personaje chulesco que logra solventar sus limitaciones interpretativas, es una lástima que la interpretación de Damon (¡esa escena de la cena con la psicóloga y estupenda Vera Farmiga, por Dios!) y algunos excesos de Nicholson, que en un par de escenas empujan su normalmente medida interpretación hacia la peligrosa caricatura, le impidan alcanzar las alturas (grandes) de Uno de los nuestros o Casino.

Tal vez la clave resida en que Scorsese, por fin, ha podido rodar con comodidad, sin las presiones que lastraron en gran medida sus dos anteriores películas, metiéndose de lleno en hacer "sólo" un thriller (¡casi ná!); y sin embargo, ha firmado una de las películas de la temporada que, por supuesto, tampoco esta vez se traducirá en un Oscar para uno de los creadores más injustamente tratados por la Academia.

Pero nosotros te queremos, Marty, sobre todo cuando te pones canalla. ¿Qué le vamos a hacer? Nos va la marcha.

INFILTRADOS. The Departed. EE. UU., 2006. Color, 152 min. Director: Martin Scorsese. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Matt Damon, Jack Nicholson, Martin Sheen, Mark Wahlberg, Vera Farmiga, Alec Baldwin, Vera Farmiga. Guión: William Monahan, basado en el guión de Siu Fai Mak y Felix Chong para "Wu jian dao". Fotografía: Michael Ballhaus. Música: Howard Shore. Producción: Brad Grey, Graham King, Brad Pitt, Martin Scorsese. Vista en: Cine.

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27 octubre 2006

UN ACTO DE AMOR


La mayor historia de amor de la temporada pasada entre cowboys no fue, contra todo pronóstico, Brokeback Mountain, sino la opera prima de Tommy Lee Jones, la extraordinaria Los tres entierros de Melquiades Estrada, un guión surgido de la hirviente cabeza de Guillermo Arriaga y que nos narra uno de los más impresionantes, irracionales y entregados actos de amor que hayamos visto en cine en los últimos años.

Claro que, como en toda gran obra, el viaje que emprende el personaje de Jones, Pete, para enterrar en en su pueblo de origen el cuerpo de su amigo Melquiades, es el crisol a través del que toma forma el mito de la frontera entre Estados Unidos y México, una barrera que en la película se revela inexistente en la práctica: no hay ningún cambio en el imponente paisaje, y la permeabilización es tal que, si no fuera por los comentarios de los personajes con los que se van encontrando, y la diferencia entre el modo de vida (basta comparar la vida en el pueblo texano, con los individuos viviendo de manera aislada y encontrándose sólo puntualmente en la cafetería, y el mexicano, donde cada instante, sea de trabajo o de ocio, es una ocasión para la relación entre los vecinos, que viven en verdadera comunidad), parecerían el mismo territorio.

Este viaje, que por momentos parece extraído del mundo retratado hace ya tanto tiempo por Juan Rulfo, es iniciático tanto para Pete como para el asesino de Melquiades, Mike (una nueva demostración del gran actor que es Barry Pepper). Por un lado, Pete romperá definitivamente con una vida rutinaria, sin raíces y solitaria, y lo hará a través del sacrificio extremo que supone dejar todo lo que ha conocido (su trabajo en el rancho, sus amores ocasionales...); por el otro, Mike irá transformándose simbólicamente en Melquiades, de tal modo que, al final, será capaz de convertir en real lo que en verdad no era más que la fantasía de que, en algún lugar, al mexicano le estaba esperando una vida plena.

No hay besos, no hay abrazos, ni siquiera hay intensas conversaciones entre Pete y Melquiades, dos hombres que pasan las horas llevando el ganado, en un mundo en el que los diálogos se desarrollan con los interlocutores mirando al suelo, utilizando las palabras justas, y donde nadie llora, o ríe, o expresa demasiado alto sentimiento alguno, donde la mayor demostración de cariño puede ser que tu amigo te regale el estupendo caballo que monta (y que, simbólicamente, volverá a cambiar de dueño al final de la película). Y, sin embargo, uno de estos hombres, que Tommy Lee Jones logra llenar de expresividad a pesar de ser un verdadero tipo duro, será capaz de hacer realidad el mayor de los sacrificios: convertir en real lo que fue tan sólo un sueño de su amigo Melquiades, aún al precio de renunciar él mismo a todo lo que ha sido.

Y es este acto de amor supremo lo que dota de alma a esta película, una de las más hermosas que nos ha sido dado ver en mucho tiempo, que nos habla también de la frustración, de la muerte en vida, de la necesidad del otro, de unas mujeres formidables... en definitiva, de la forma en como sólo lo consiguen las verdaderas obras de arte, nos está hablando de nosotros.

LOS TRES ENTIERROS DE MELQUIADES ESTRADA. The Three Burials of Melquiades Estrada. EE. UU., Francia, 2005. Color, 121 min. Director: Tommy Lee Jones. Intérpretes: Tommy Lee Jones, Barry Pepper, Julio Cedillo, Melissa Leo, January Jones, Dwight Yoakam. Guión: Guillermo Arriaga. Fotografía: Chris Menges. Música: Marco Beltrami. Producción: Luc Besson, Michael Fitzgerald, Tommy Lee Jones, Pierre-Ange Le Pogam. Vista en: Cine y DVD (Cameo).

24 octubre 2006

ROZAR EL GENIO


Si hay algo difícil de plasmar en una pantalla, es el genio artístico. Las limitaciones del medio hacen que, inevitablemente, las vidas de pintores o músicos queden muchas veces reducidas a un mero telefilm que nos relata, en un estilo más o menos "tomatero", las excentricidades, vulnerabilidades o, incluso, crueldades que rodearon sus vidas. Pero el otro matiz, su fuerza creadora, el don que marca la diferencia entre el simple energúmeno y el ser excepcional, resulta casi imposible de captar con la cámara y, simplemente, se pierde.

Tengo un amigo pintor; me gusta mucho hablar con él sobre cine, porque me señala cosas en las que nunca me habría fijado. Él me ha enseñado a no ver las películas como mera narración, sino como algo más, como un arte que trabaja, sobre todo y por encima de todo, con luz; y es esa conciencia de que el cine es, ante todo, un arte visual, la que me ha hecho descubrir nuevas váis para disfrutarlo.

Pues bien, este amigo mío tiene una frase lapidaria: no existe ninguna película en la que actor alguno haya representado bien a un pintor. Para él, no se trata de aparecer pintando o de sufrir mucho, sino de una cuestión mucho más sutil: el artista no lo es sólo cuando está ante el lienzo o el soporte sobre el que trabaje, sino que lo es siempre, a cada momento, y eso se expresa en su forma de mirar, de relacionarse con su entorno... en cada gesto que hace, en suma. Y eso es algo que suelen olvidar los actores que hacen de pintores.

Por eso es por lo que no salva a nadie de la larga lista de nombres que han encarnado a artistas del pincel, ni siquiera al Ed Harris de Pollock. Yo, en esto, no estoy de acuerdo con él, porque creo que la honestidad y esfuerzo de Harris a la hora de enfrentarse con un personaje como Jackson Pollock es extraordinaria, y que algo de ello quedó reflejado en la película. Pero bueno, yo no soy pintor.

Viene a cuento todo esto porque se acaba de estrenar Copying Beethoven, una película normalita de Agnieszka Holland que se quedaría en nada si no fuera por la interpretación, precisamente, de Ed Harris en el papel del compositor alemán en sus últimos meses de vida, justo cuando, sordo y solitario, se enfrentaba al estreno de la Novena Sinfonía y a la escritura de sus cuartetos y la Gran Fuga, obras estas últimas incomprendidas en su época y que se adelantaron muchas décadas a su tiempo.

La forma en la que Harris se enfrenta al personaje recuerda mucho a cómo lo hizo con el pintor norteamericano pues, salvando las obvias diferencias, se trata de una interpretación muy física, que busca el contraste entre el abandono a su mundo interior y sus explosiones creativas. Pues bien, por momentos Harris consigue hacernos creíble cómo Beethoven sentía la fuerza de una interioridad en la que la música surgía espontáneamente como reacción a una realidad exterior a la que se sentía cada vez más ajeno, debido a su sordera. Pero, en otras ocasiones, la película se pierde en los lugares comunes del artista misántropo, como en la historia un tanto llevada por los pelos que contrapone su visión ideal y romántica del arte a la fría y utilitaria del ingeniero novio de la chica que entra a copiar sus partituras (una Diane Kruger que, al menos, aquí no molesta tanto como en Troya).

De todas formas, hay una escena en la que aparece la belleza, y es en la secuencia final, en la que Beethoven, ya enfermo e imposibilitado para escribir, dicta al personaje de Kruger un cuarteto, que él va describiendo mientras suna de fondo. Una música hermosa, como lo es oír al viejo compositor hablar de los violines que se elevan como el alma que busca a Dios, mientras el chelo permanece grave, como el cuerpo que permanece atado a la tierra, sin poder seguirla...

En ese instante sí, nos parece rozar el genio... hasta que llegue un amigo músico y también nos diga: "no es esto, no es esto...". Pero, mientras tanto, aprovechemos.

COPYING BEETHOVEN. EE. UU., Alemania, 2006. Color, 104 min. Dirección: Agnieszka Holland. Intérpretes: Ed Harris, Diane Kruger, Matthew Goode, Phyllida Law, Ralph Riach, Bill Stewart. Guión: Stephen J. Rivele, Christopher Wilkinson. Fotografía: Ashley Rowe. Producción: Sidney Kimmel, Stephen J. Rivele, Christopher Wilkinson, Michael Taylor. Vista en: Cine.

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21 octubre 2006

POSTALES DEL APOCALIPSIS


El cine ha reflejado muchas veces el fin del mundo en medio de un cataclismo fulgurante e instantáneo (un meteorito, una guerra nuclear definitiva, una invasión extraterrestre...), pero hay una serie de películas que han preferido optar por mostrar a la Humanidad en una lenta agonía, una muerte similar a la del enfermo que se consume entre su propia suciedad, degradándose y descomponiéndose mientras aún está vivo. A esa última categoría pertenece Hijos de los hombres, la película de Alfonso Cuarón.

Como en los grandes clásicos, Cuarón nos ofrece una visión pesimista de un futuro cercano en el que la Humanidad camina hacia su extinción definitiva cuando, a una serie de no explicitadas catástrofes y guerras que han arrasado la mayor parte del mundo civilizado, se les une la plaga definitiva: la infertilidad de las mujeres. Hace 18 años que no ha nacido nadie en el planeta, y la sensación de ir hacia el fin no hace más que exacerbar las tensiones sociales: los extremismos religiosos se disparan (quizá por lo que de bíblico parece tener la maldición), los inmigrantes que llegan a riadas a la Inglaterra relativamente indemne de la catástrofe son confinados y maltratados de una forma claramente inspirada en las imágenes de la época nazi, las calles son un caos en las que grupos terroristas de muy diversa índole se disputan los despojos y todo, absolutamente todo lo que abarca la mirada, está sucio, degradado... la imagen misma de la descomposición: la extinción desemboca en la paranoia extrema, y cada vecino debe vigilar a su vecino.

Hay críticos que reprochan a Cuarón que, partiendo de este material, no haga una crónica completa de los sucesos que han llevado a esa situación, que la mayor parte del tiempo son apenas insinuados; y esas críticas despachan de un plumazo esta extraordinaria película con el argumento de que se trata de otro espectáculo más made in Hollywood, en el que la reflexión se deja de lado en detrimento de la acción y que se contrapone, precisamente, con la visión que ofrecía un clásico como Cuando el destino nos alcance (algo que, inevitablemente, me lleva al carcajeo: ¿es que la película de Fleischer, estupenda por cierto, no era una apuesta muy similar a la que ahora nos ocupa?); unos críticos que, además, cayeron de rodillas ante El tiempo del lobo, de Haneke... en la que ni siquiera se explicaba qué había llevado al apocalipsis.

Es cierto que en el guión de Cuarón hay algunos puntos débiles (¿tiene lógica que una sociedad sin niños, en la que, por tanto, cada vida es aún más valiosa, el Gobierno suministre a sus ciudadanos completos kits de suicidio para facilitarles la salida a la depresión generalizada?), que desconozco si vienen de la novela de P. D. James, que no he leído. Pero a cambio, afronta una apuesta mucho más arriesgada: escenificar el descenso a los infiernos del protagonista, un funcionario con un puesto cómodo y sin complicaciones, un privilegiado del sistema, que acaba dejándolo todo por ayudar a la única mujer embarazada (¡para colmo, inmigrante en una sociedad xenófoba!) y protegerla de un Gobierno criminal y de un poderoso grupo terrorista.

Y lo hace con un poderío visual simplemente apabullante. Utiliza la cámara en mano para mostrarnos un Londres y una Inglaterra futurista que son las actuales pero exacerbadas en su degradación, e integra los efectos especiales, ayudado por una extraordinaria fotografía, de tal manera que la sensación es de hiperrealismo. Y, a partir de ahí, nos metemos en un viaje que no hace más que ir en crescendo, desde la eficaz secuencia inicial hasta el hermoso final, un trayecto punteado por la visión alucinada del Ministerio de las Artes, con las escasas grandes obras salvadas de la debacle de Europa (y en el que nos informan que apenas el Guernica y dos velázquez fueron salvadas de la destrucción de Madrid, o que la Piedad de Miguel Ángel se ha perdido para siempre), un edificio donde la cultura pop y el Renacimiento quedan definitivamente equiparados; la extraordinaria secuencia del ataque en el coche, que deja chiquita a la huida por la autopista de La guerra de los mundos; o toda la parte final en el campo de refugiados, auténtica enciclopedia de momentos de telediario, en los que la confusión ya llega al extremo ante el abigarramiento de personas de religiones, creencias e idiomas diferentes, y en la que la sensación de estar inmersos en la violencia de la batalla es total (¡vedla en un buen cine, con buena pantalla, con buen sonido!).

Así, Cuarón ha firmado una película que podría haber dirigido el mejor Spielberg. Y alguien capaz de hacer algo así y otra maravilla en las antípodas estilísticas como Y tu mamá también es alguien a tener en cuenta, muy en cuenta.

HIJOS DE LOS HOMBRES. Children of Men. Reino Unido, EE. UU., 2006. Color, 114 min. Director: Alfonso Cuarón. Intérpretes: Clive Owen, Julianne Moore, Michael Caine, Chiwetel Ejiofor, Charlie Hunnam, Claire-Hope Ashitey, Danny Huston, Peter Mullan, Oana Pellea. Guión: Alfonso Cuarón, Timothy J. Sexton, David Arata, Mark Fergus y Hawk Ostby, según la novela de P. D. James. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: John Tavener. Producción: Marc Abraham, Eric Newman, Hilary Shor, Iain Smith, Tony Smith. Vista en: Cine.

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18 octubre 2006

EL PRIMER AMANECER


F. W. Murnau es uno de los pocos verdaderamente grandes, uno de los integrantes de la escueta lista de nombres a los que debemos la existencia del arte cinematográfico tal y como hoy lo entendemos. Si el genio alemán no hubiese decidido poner sus conocimientos artísticos al servicio de la nueva forma de expresión nacida al calor de la caja de zapatos de los Lumière, si el cénit de su existencia no hubiese coincidido con la ebullición de la Alemania de entreguerras, si su mirada no se hubiese educado en el manejo de la luz según los cánones expresionistas para luego expandirlos y hallar nuevos caminos expresivos, nada de lo que sentimos hoy cada vez que nos sentamos en una butaca de cine, o ante un DVD en nuestra casa, sería igual.

Cuando Murnau llegó al fin de su carrera, se había convertido en el responsable de entregar al cine sonoro un lenguaje visual afinado hasta la perfección, un medio que ya estaba listo para la metamorfosis, porque había elevado a tal grado la capacidad de crear belleza, que los márgenes de la pantalla se habían vuelto demasiado estrechos para contener su talento: sus películas ya hablaban (fue un maestro en el uso de los efectos sonoros y de orquesta). Por eso, quizá sea un acto de extraña justicia poética el hecho de que se matara en un accidente poco después de haber terminado el rodaje de su testamento fílmico, Tabú (co-dirigida con el mítico Robert Flaherty de Nanook el esquimal), única incursión, junto a El pan nuestro de cada día (de cuyo rodaje fue despedido por diferencias con los productores) en el sonoro.

Poco antes había dado la última gran película del cine mudo, y una de las mayores obras de arte de toda la historia del cine: Amanecer. Una cinta que, vista casi ochenta años después, parece recorrida por una extraña modernidad, un auténtico tour de force con el que Murnau intentó abrirse el mercado norteamericano después de deslumbrar con las soberbias El úlimo, Tartufo, y Fausto, y que, aunque obtuvo un gran éxito crítico, no recaudó lo suficiente en taquilla como para compensar el presupuesto invertido en ella (el mayor hasta entonces gastado en una producción cinematográfica), lo que le supuso la retirada de confianza del todopoderoso productor William Fox, aún a pesar de que ganaría tres Oscar en la primera edición de estos galardones: Actriz (Janet Gaynor), Fotografía (Charles Rosher y Karl Struss) y un explícito reconocimiento a la Contribución Artística.

Amanecer es puro artificio, y en ello descansa gran parte de su hechizo. Tanto la historia en el pueblo, con ese marido campesino que intenta matar a su esposa por la mala influencia de una chica de ciudad, como su reconociliación en la ciudad y el posterior desenlace con todos los ingredientes del suspense, no habrían dado de sí más que una ñoña historia sentimentaloide en manos de un director mediocre. Pero Murnau consigue lo imposible: planifica y diseña cada mínimo aspecto para que nos sintamos atrapados desde el primer fotograma, y no duda en poner en marcha todas las trampas que son la base del cine y que levantan un espectáculo soberbio, tanto en el caminar atormentado del marido que planea matar a su mujer y al que la cámara sigue, en un largo travelling, mientras avanza con dificultad por un pantano iluminado por la luna; como en la ejecución del mismo intento de asesinato, con un montaje y una dosificación que anticipan lo que, algunos años después, hará otro maestro, Hitchcock.

Y sin embargo, la película aún tiene tiempo de cambiar el registro, e introducirnos en una de las visita a una ciudad más espectaculares de la historia del cine, desde el largo plano secuencia en el que vemos, desde el interior del tranvía, la transición entre el paisaje rural y el urbano, hasta las escenas en las que, lograda la reconciliación, la pareja atraviesa las calles y entra en el parque de atracciones, una larga secuencia en la que comedia, poesía y espectacularidad van de la mano.

Queda el tercio último, retorno al pueblo, la espera ante el temor por la posible muerte de ella para al final reencontrarse y abrazarse mientras ven amanecer... el primer amanecer, por cierto, que veía el personaje de Brad Pitt al entrar en un cine de Nueva Orleans en Entrevista con el vampiro, un bonito regalo del director de Nosferatu a quien hacía tanto tiempo que se había convertido en un no muerto que no podía ver el sol.

Y nosotros, un poco como él, cada vez que llegamos a ese plano final, tenemos la sensación de haber visto amanecer por primera vez. Lo que sintió, a buen seguro, la multitud que asistió al estreno de la película en Los Ángeles y que, tal vez, fue consciente de estar viviendo un momento irrepetible.

AMANECER. Sunrise: A Song of Two Humans. EE. UU., 1927. Muda, blanco y negro, 106 min. Director: F. W. Murnau. Intérpretes: Janet Gaynor, George O'Brien, Margaret Livingston. Guión: Carl Mayer, basado en la novela de Hermann Sudermann Die Reise nach Tilsit. Fotografía: Charles Rosher y Karl Struss. Música: Hugo Riesenfeld, Timothy Brock (BSO de 1997). Producción: William Fox. Vista en: Cine y DVD (Vella Vision).

15 octubre 2006

YA NO SE LLEVA "THE END", AHORA SE DICE "GAME OVER"


Tranquilos todos, que el trono del duro más duro, vacante desde que Schwarzenegger cambió la chupa de cuero de Terminator por el sillón de gobernador de California y Stallone se dedica a sacar a Rocky del geriátrico (por no hablar del descenso a los infiernos del videoclub de insignes como Van Damme o Seagal), ya tiene nuevo dueño. Habemus rey, se llama Jason Statham y es como el hermano cabreado de Bruce Willis. Y si tenéis alguna duda de lo duro que es, echadle un vistazo a Crank y decidme si os gustaría coincidir con este tío en un ascensor o tenerlo sentado al lado durante un vuelo intercontinental.

Porque, además, es un duro a la antigua usanza, un duro salido de los tiempos pre-co
rrección política, un duro que se mete droga, destroza todo a su paso con su coche o su moto, se ríe de las minorías y es machista, homófobo (y su novia, Amy Smart, la indispensable novia guapa-rubita-tonta), expresivo como un cenicero y tan bruto como para detener a punta de pistola una camilla que va por un pasillo de un hospital, camino del quirófano, para que le den las drogas que necesita...

El agarre que tienen los debutantes Mark Neveldine y Brian Taylor es una buena coartada de guión: nada más arrancar la película, nos enteramos de que a Chev Chelios (nombre imposible del personaje de Statham) le han inyectado una droga sintética china que le matará lentamente, una droga que inhibe la secreción de adrenalina (algo que, si es chungo para la mayoría de los mortales, debe de ser fatal para un héroe hipertestosteronado). Por eso, para mantenerse vivo, Chelios debe hacer cualquier burrada que se le pase por la mente, meterse de todo, correr de un lado a otro, amenazar con su pistolón, matar a unos cuantos malos... tranquilos, es por exigencias del guión: él es el bueno, no os asustéis, por más que corte (y cosa) manos, haga un curioso uso del sexo como forma de contribuir a su prescrita por el médico hiperexcitación (un médico, dicho sea de paso, de consulta ilegal y usuario asiduo de los servicios de los exóticos paraísos sexuales) y, básicamente, recorra Los Ángeles como una onda del desastre.

Con un argumento como éste (algo así como el sueño de todos los duros que en el mundo han sido), no es de extrañar que sus directores (y guionistas) no oculten, en más de un momento, el guiño irónico y paródico, como si nos dijeran: "venga, que esto no va en serio, no es de verdad". Y es verdad, es imposible tomársela en serio. De hecho, no podemos evitar tener la sensación continua de estar no ante una película, sino ante un videojuego, a lo que ayuda la realización, el montaje y la música frenéticas, y un uso del plano subjetivo que nos hace sentir como si fuéramos nosotros los jugadores (¡qué pena que en la secuencia de Chinatown, ya puestos, no lo usen!) De hecho, casi echamos en falta la barra que nos informe del nivel de salud del protagonista, o del tiempo que falta o algo así...

El problema es que jugar a un videojuego durante hora y media puede t
ener su gracia, pero simplemente verlo, cansa. Y esto es lo que pasa con Crank: como gamberrada tiene su gracia, sobre todo en algunos momentos, pero la pantalla de un cine se le queda grande. Diría que es para el tren, si no fuera porque a buen seguro la política de imagen de Renfe debe excluir la exhibición de películas como éstas; o sea que, resumiendo, es perfecta para verla en DVD, o por medios menos confesables, una buena dosis de cero romanticismo, cero reflexión y cien por cien acción deshinibida.

O sea, perfecta para el final de un día en el que vuestro jefe haya estado especialmente inspirado con vosotros.


CRANK. VENENO EN LA SANGRE. Crank. Reino Unido, EE. UU., 2006. Color, 87 min. Dirección y guión: Mark Neveldine y Brian Taylor. Intérpretes: Jason Statham, Amy Smart, Dwight Yoakam, Efrén Ramírez, José Pablo Cantillo. Fotografía: Adam Biddle. Música: Paul Haslinger. Producción: Michael Davis, Gary Lucchesi, Tom Rosenberg. Vista en: Cine.

[+] Crank: Veneno en la sangre, en La Butaca
[+] Crank, en Sin pasar por taquilla

12 octubre 2006

CADA DÍA MUERE UN HADA


El mundo de Guillermo del Toro ha cristalizado en El laberinto del fauno como no lo había hecho en ninguna de sus películas. Un mundo donde la fantasía no es un aparte, un lugar donde uno se adentra para escapar de la realidad, sino que es otra dimensión más de lo que nos rodea. En su visión, no sólo los elementos fantásticos pueden irrumpir en lo cotidiano, sino que también sucede al revés, y los seres y criaturas imaginarios responden a impulsos y apetitos perfectamente humanos.

Quizá por eso, Del Toro ha escogido la Guerra Civil española como uno de los momentos en los que la muerte, la destrucción y la oscuridad se impusieron con fuerza, apagando cualquier luz. Basta ver El laberinto del fauno para comprender hasta qué punto el director mexicano la ha convertido en algo simbólico, que llega incluso a perder su referencia a un tiempo y lugar concretos, porque tanto la caracterización del ejército capitaneado por Vidal (un Sergi López que realiza, quizás, la mejor interpretación de toda su carrera) como la propia localización en una casa al pie de una montaña donde aún resiste una partida de maquis (la acción se sitúa en 1944), se ve codificada a su vez según los cánones de las leyendas y cuentos tradicionales, hasta tal punto de que resultaría difícil buscar en cualquier relato de los hermanos Grimm a un ogro que fuera más temible y despiadado que este capitán que parece amar todas las formas de la muerte, una muerte que le recuerda continuamente su reloj con el cristal roto.

Por eso, cuando Ofelia recibe la noticia de que no es una niña que ha perdido a su padre, que acompaña a su madre embarazada que ha vuelto a casarse por necesidad con un hombre que no las quiere, y que sólo ansía tener un hijo varón (¿no están llenos los cuentos de reyes que quieren tener herederos?), sino una princesa que escapó un día de un mundo subterráneo y quedó deslumbrada por la luz del sol, olvidando su verdadera identidad, y afronta las tres pruebas de rigor para que no desaparezca definitivamente el que fue su reino, no hay ningún espejo que separe nítidamente las dos zonas.

No, Ofelia (simplemente prodigiosa Ivana Baquero) no es Alicia. En su persona, los dos mundos se ven sacudidos por la misma semilla de destrucción, y si en el mundo real los hombres mueren, se tortura a los oponentes y el hambre y la opresión apagan hasta los colores, en las estancias fantásticas a las que accede Ofelia a través de puertas dibujadas en las paredes y el suelo con tiza aguardan seres sin ojos que devoran niños, sapos gigantescos y repulsivos que ahogan árboles mágicos, faunos a un paso del despotismo y grandes insectos que resultan ser unas hadas inquietantes y zumbantes.

No hay diferencia de luz ni de fotografía entre los dos mundos, porque los dos son crueles y desesperanzados. A Ofelia no le espera el cariño en ninguno de los dos; y así, con esta fábula triste y bella, Del Toro nos regala la primera verdadera obra maestra de toda su filmografía. Lo que había apuntado, aquí alcanza su estado mayor y más adulto, una película tras la que se esconde una profunda melancolía y la convicción de que cada día, a cada momento y en algún lugar, mueren un niño y un hada.

EL LABERINTO DEL FAUNO. España, México, EE. UU., 2006. Color, 112 min. Dirección y guión: Guillermo del Toro. Intérpretes: Ivana Baquero, Sergi López, Maribel Verdú, Doug Jones, Álex Angulo, Ariadna Gil, Roger Casamajor, César Vea. Fotografía: Guillermo Navarro. Música: Javier Navarrete. Producción: Álvaro Augustín, Alfonso Cuarón, Bertha Navarro, Guillermo del Toro, Frida Torresblanco. Vista en: Cine.

[+] Fantasía y realidad, en El séptimo cielo
[+] El laberinto del fauno, en Pelisbilbao
[+] Para quienes sepan mirar, en Silencio, se rueda
[+] El laberinto del fauno, del mejor Del Toro, en Mi galaxia lejana
[+] El laberinto del fauno, en Un poco de cine
[+] El laberinto del fauno, en Muchocine.net
[+] El laberinto del fauno, en Ser cinéfago, según John Trent
[+] El prodigio..., en Antarctica Starts Here
[+] Una fábula en la pantalla grande, en La espiral roja
[+] El laberinto del fauno, en La Butaca
[+] El laberinto del fauno, en Sin pasar por taquilla

09 octubre 2006

INDIVISIBLES COMO LA VERDAD


Emparedada entre el glamour de El diablo viste de Prada y el delirio divertido y gamberro de Serpientes en el avión, se ha estrenado esta semana una película que viene a confirmar que el hasta hace poco comatoso cine alemán está dando síntomas de recuperación. Y lo hace con la adaptación de Las partículas elementales, quintaesencia temática de uno de los autores más revulsivos y polémicos de los últimos tiempos, Michel Houellebecq, y que logró el más difícil todavía al desbordar los estrechos límites de la crítica literaria para convertirse en un auténtico best seller.

Y no era fácil, pues el texto de Houellebecq pone el dedo en la llaga sobre lo que él considera el cáncer que está corroyendo nuestra sociedad, y que no es otro que la imposibilidad de alcanzar la felicidad en un sistema que hiperestimula a sus miembros para luego cercenar de raíz cualquier posibilidad de satisfacción de los deseos. Así, el resultado es una masa de individuos desorientados, reprimidos y tristes, con continua conciencia de su mortalidad, del tiempo que rápidamente se agota a cambio de nada. En suma, no sería descabellado decir que Houellebecq es el máximo heredero del existencialismo (o, al menos, el que más éxito tiene de todos sus continuadores).

Sexo, (miedo a la) muerte y enfermedad es la santísima trinidad del universo houellebecquiano, que paradójicamente es atacado por la crítica más conservadora cuando, en realidad, viene a coincidir con ella al señalar que esta situación asfixiante no es más que la herencia envenenada de la revolución moral y social de los sesenta. Pero claro, ahí termina la similitud, porque sus páginas están llenas de explícitos episodios al límite que rebosan de "incorrección política" (o de "incivismo", bonito palabro de nueva acuñación, y que lo mismo vale para un cóctel molotov que para un papel tirado al suelo).

Con estas premisas, no era fácil abordar su traslación al cine; pero Oskar Roehler, uno de los valores en alza del cine alemán, ha cogido el toro por los cuernos desde su doble responsabilidad como director y guionista, y ha conseguido un buen resultado, aunque descafeinado con respecto al libro. Ayudado por un reparto inspirado, levanta la historia de dos hermanastros: Michael, un superdotado matemático metido a genetista en busca del descubrimiento de un método de reproducción asexuado que nos sumerja de lleno en una sociedad como la de Un mundo feliz de Huxley; y de Bruno, acosado con una hiperexcitación sexual no resuelta que hace añicos su vida, con un discurso racista y reaccionario que oculta una extrema vulnerabilidad que le empuja una y otra vez al litio y el psiquiátrico (e interpretado por un prodigioso Moritz Bleibtreu, que tiene el nada despreciable mérito de humanizar un personaje tan desagradable sobre el papel, lo que le valió un merecido Oso de Plata al Mejor Actor en el Festival de Berlín de este año).

Ambos hermanos, crecidos sin ninguna referencia materna o paterna (su madre huyó a la India a vivir la utopía hippie, y respecto a los padres, sólo llegamos a conocer al de Bruno, un cirujano plástico que pasó de la riqueza a la ruina más absoluta por ser tan orgulloso de centrarse sólo en retocar narices al creer que los implantes de pecho tendrían poco éxito, y que predice que lo mismo les pasará a los médicos que no se suban en nuestros días al carro del alargamiento de pene), luchan contra su desconcierto de maneras opuestas: así, Michael se sumerge en sus investigaciones, pues sólo en la frialdad y seguridad de los números puede escapar del desorden, una seguridad que ejemplifica en las partículas elementales, "tan indivisibles como la verdad".


Bruno, por el contrario, da bandazos de un lado para otro. Egoísta a más no poder, deseoso de ser querido pero con un profundo bloqueo emocional que le impide demostrar cariño hacia nadie, ejerce como profesor de literatura sin ninguna vocación, se consume entre una esposa a la que ya no desea, sufre de una falta total de instinto paternal (llega a mezclarle tranquilizantes en el biberón al bebé para que deje de llorar) y, despreciado por los que le rodean, acaba sumido en una dura soledad que le termina desequilibrando y convirtiendo en carne de psiquiatra.

Y es también la historia de las mujeres que conocen, igualmente desnortadas, incapaces de sacar ningún provecho de su aparente liberalización, ninfómana la que conoce Bruno (estupenda Martina Gedeck, la protagonista de Deliciosa Martha), atrapada por la obligada infertilidad y fracasada en el amor la de Michael, del que está enamorada desde niña (Franka Potente, tan bien como siempre). Dos complementos de soledad, fracaso y frustración que cierran un cuadrado deprimente y desalentador.

La película, si bien rebaja el tono del libro, mantiene aún así varias escenas destinadas a remarcar las líneas argumentales de la novela, en las que la crueldad, el sexo como huida que se agota en sí mismo (en la secuencia del club de intercambio de parejas, podemos ver al mismo Houellebecq haciendo un cameo), lo patético y lo mortuorio se muestran sin tapujos (como el plano del desentierro del cadáver de la abuela, que debe ser trasladado para que pase una carretera, y del que la cámara, en posición cenital, no nos ahorra ningún detalle).

El resultado, sin embargo, termina trascendiendo lo provocador para abrirse a lo dramático cuando la tragedia llama a la puerta de los protagonistas. Y nos deja una conclusión con, quizá, buena dosis de ironía: el único remedio para la infelicidad será el éxito de los descubrimientos de Michael; o lo que es lo mismo, un mundo donde el sexo deje de ser necesario para mantener la apariencia de inmortalidad que supone la paternidad, y del que los dos protagonistas, por una serie de fatalidades impuestas, acabarán siendo precursores.

Una solución extrema en la que, sin embargo, aún siguen viéndose las finas grietas que marca la necesidad del amor, un sentimiento fuera de todo cálculo e imposible de satisfacer en plenitud. O eso, al menos, nos dicen Houellebecq y Roehler.

LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES. Elementarteilchen. Alemania, 2006. Color, 105 min. Dirección y guión: Oskar Roehler. Intérpretes: Moritz Bleibtreu, Christian Ulmen, Martina Gedeck, Franka Potente, Nina Hoss, Uwe Ochsenknecht. Fotografía: Carl-Friedrich Koschnick. Música: Martin Todsharow. Producción: Oliver Berben, Bernd Eichinger. Vista en: Cine.

[+] Las partículas elementales: M. Houellebecq, en The Memphis Blues

05 octubre 2006

SOMOS MEMORIA


Jonathan Safran Foer alcanzó el estrellato editorial cuando publicó, en el 2002, su primera novela, Todo está iluminado. La crítica cayó rendida, entre otras cosas porque parecía imposible que un joven de 25 años abordara de una forma tan innovadora, fresca y emocionante una historia que enlazaba la necesidad de aferrarse al recuerdo de lo que hemos sido para existir, una necesidad que se extiende desde el individuo hasta todo un pueblo como el judío, que vivió en Ucrania una versión especial del Holocausto, en el que pueblos enteros fueron borrados del mapa, hasta el punto de que ni siquiera los más viejos del lugar recuerdan (o quieren recordar) que alguna vez existieron. Pero lo verdaderamente rompedor de la novela era el enfoque elegido, un tono en el que se combinaba magistralmente la comedia y los hallazgos poéticos con los momentos emotivos. Una combinación explosiva y altamente inestable que, en manos de un escritor menos dotado, acabaría naufragando en su propia dispersión, pero que el talento de Safran Foer lograba llevar a buen puerto.

Un peligro que acechaba también a la posible adaptación cinematográfica, objeto de deseo de muchos cineastas por tratarse de un reto que parecía exigir un enorme talento y sabiduría tras la cámara. Pero aquí volvió a saltar la sorpresa, porque no fue un director experimentado el que le terminó hincando el diente al libro, sino un recién llegado, el actor Liev Schreiber (un estupendo y habitual secundario del cine norteamericano, rostro conocido por sus papeles en películas como El mensajero del miedo y la nueva versión de La profecía), que debutó con nota encargándose no sólo de la dirección, sino también de la escritura del guión, tarea complicada por la peculiar estructura de la novela.

El resultado, aún a pesar de algunos puntuales excesos sentimentales, derivados quizá de la ocasional desconfianza de Schreiber en su propia capacidad, es deslumbrante, una película original y arrebatadora, que hereda de la novela la combinación de numerosos registros y géneros, capaz de cruzar en ambos sentidos la complicada frontera entre comedia y drama e impregnada de una fuerza poética arrolladora.

Y sorprende porque Schreiber se atreve a enfrentar una película que, en su transcurso, bebe de numerosas referencias cinéfilas que, en su caso, afloran sin que en ningún momento resulte pedante ni pretencioso. Así, en su arranque nos presenta al personaje de Elijah Wood (que responde al mismo nombre de Safran Foer), un extraño coleccionista que guarda y clasifica cualquier pequeño e insignificante detalle que se va encontrando sobre las personas que le rodean, y que reconstruye la existencia de cada miembro de su familia a partir de los objetos que va dejando tras de sí (no sólo los llenos de significado como las fotos familiares, sino incluso los más nimios, como el envoltorio de un chicle, un billete de metro usado, la dentadura postiza o un condón usado), y que conforman un extraño museo en el que los objetos de exhiben, cuidadosamente conservados en bolsitas, bajo los retratos de sus dueños (algo que tiene mucho que ver con lo que hace un escritor, de ahí que no sea extraño que el autor, con un gran parecido además con la caracterización de Wood, le haya puesto su nombre al protagonista).

Pero hay un hueco, el correspondiente a su abuelo materno, en el que sólo hay una foto y un broche de ámbar, donde se ha conservado fosilizado un mosquito, en lo que supone una de las más bellas metáforas de la película. En la foto aparece su abuelo, exactamente igual que él, junto a una mujer desconocida que lleva el broche, y la anotación de que la foto está hecha en Ucrania. Y hacia allí partirá el coleccionista, a la búsqueda de la misteriosa mujer que, según le confesó su abuela en el lecho de muerte, salvó a su abuelo de una muerte segura.

Y aquí la película hace el primer giro, porque la historia se traslada a Ucrania y pasa a ser narrada por Álex, quien nos presenta a su disparatada familia, especialmente a su abuelo (que afirma haberse vuelto ciego a pesar de que conduce su propio coche) y su perra lazarillo, Sammy Davis Jr. Jr., un animal endemoniado que ladra y gruñe a todo bicho viviente. Ellos serán los guías de Safran Foer en su búsqueda del desaparecido pueblo de Tachimbrod, y su desternillante irrupción otorgará a la película el aire alocado y vitalista de un Kusturica o, incluso, un Fellini, con el surrealista retrato de los habitantes de Ucrania, cuyos extensos campos de trigo están admirablemente fotografiados, en una deslumbrante sucesión de paisajes.

A partir de aquí, la película irá alternando registros, hasta llegar a un tono que bebe de la herencia de La lista de Schindler y las cintas que abordan el Holocausto, con un emotivo desenlace (a veces demasiado, insistiendo en la búsqueda de la lágrima, cuando los momentos mejores son los más sutiles, como el del abuelo en el cuarto de baño) en el que la cuestión de la necesidad de no olvidar, de dejar tras nosotros al menos un objeto que demuestre que alguna vez estuvimos sobre la Tierra, se convierte en la máxima aspiración, algo extendible a todo un pueblo que fue literalmente extirpado de donde vivían y cualquier vestigio de sus casas y sus vidas enterrado hasta que nada puede testimoniar que efectivamente existieron.

Una tarea mayor, que Schreiber saca con nota, una película en la que acecha la risa, la belleza, la lágrima... la poesía. En suma, uno de los debuts de un actor en la dirección más estimulante de los últimos años (comparable, quizás, al de Antonio Banderas y su Locos en Alabama); a lo mejor algo se le pegó a Schreiber de haber hecho de Orson Welles durante la gestación de Ciudadano Kane.

Lo que ya no me parece de recibo es que, encima, sea (si mi información corazonil no me falla) novio de Naomi Watts. ¡Hombre, Lev, eso ya es pasarse!

EVERYTHING IS ILLUMINATED (TODO ESTÁ ILUMINADO). Everything Is Illuminated. EE. UU., 2005. Color, 106 min. Director y guión: Lev Schreiber, basado en el libro de Jonathan Safran Foer. Intérpretes: Elijah Wood, Eugene Hutz, Boris Leskin, Laryssa Lauret, Tereza Veselkova. Fotografía: Matthew Libatique. Música: Paul Cantelon. Producción: Peter Saraf, Marc Turtletaub. Vista en: Cine y DVD (Warner).

[+] "Everything Is Illuminated" de Lev Schreiber, en Mi galaxia lejana

03 octubre 2006

CUANDO EL PADRE ES EL HIJO


Lo confieso: los prejuicios se habían adueñado de mí antes de ver esta película, en gran parte porque tras ella se encuentra una selección de vástagos de nombres de la cultura oficial que, en muchos casos, representan lo que menos me gusta de la mal llamada progresía y que, acabada hace ya tiempo su carrera artística, copan puestos de influencia con verdadero e indirecto poder. Y si no, repasemos la ficha, que la lista es suculenta: dirige Víctor García León, hijo de José Luis García Sánchez y la cantautora y concejala socialista en el Ayuntamiento de Madrid Rosa León; el guión lo firma Jonás Trueba, hijo de Fernando Trueba; y la música corre a cargo de David San José, hijo de Víctor Manuel y Ana Belén... No está mal, ¿eh? Con algún descendiente de Teddy Bautista tendríamos casi el establishment de la cosa al completo.

Por eso, cuando las críticas de los periódicos comenzaron a cantar las virtudes de esta película, tras su paso por el recién finiquitado Festival de San Sebastián, me saltaron todas las alarmas; temí encontrarme ante un nuevo caso de amiguismo, esa enfermedad que parece haberse enseñoreado de la crítica oficial de nuestra prensa, y que consiste en alabar sistemáticamente toda aquella producción que provenga de uno de los integrantes de la nomenklatura cultural de este país...

Pues no, para nada; no podía estar más equivocado. Es más: confieso que, llevado por esos prejuicios, estuve a punto de perderme la que es una de las mejores películas españolas estrenadas este año y, desde luego, una de las mejores cintas de la cartelera. Si García León ha conseguido una obra tan ajustada, madura y equilibrada como ésta en su segunda película, puede que nos encontremos ante un nombre a tener en cuenta, y tenerlo por lo único verdaderamente valioso: por su talento.

Y eso que hay algunos puntos débiles en Vete de mí, pero en ningún caso lo bastante importantes como para estropear un balance realmente positivo, y que tiene en el duelo actoral de Juan Diego y Juan Diego Botto uno de sus mayores alicientes (pero no el único, porque a lo largo del metraje los personajes secundarios van ofreciéndonos su momento de gloria, y no es el menor la recuperación de nombres tan característicos de una época de nuestro cine como José Sazatornil "Saza" y Esperanza Roy...). Y si el primero fue justo merecedor de la Concha de Plata que le entregaron este domingo
(a pesar de su escasa vocalización en varios instantes de la película, una limitación que, curiosamente, le sirve para hacer aún más creíble el derrumbe interior de su personaje), Botto no le anda a la zaga y ofrece una interpretación que demuestra que, como actor, se crece cuando tiene delante a un monstruo veterano que le obliga a sacar lo mejor de sí mismo (como ya le ocurriera en Martin Hache ante el gigante Luppi).

Vete de mí, bajo la apariencia de una comedia, que oculta en su interior una historia triste que sólo se revela en el último tramo de la película (y sintetizado en el estupendo plano final), narra la historia de un padre y un hijo; el primero, un actor mediocre que, ya instalado en la sesentena y formado en una visión del teatro que consideraba al arte como una herramienta para cambiar la sociedad, malgasta su talento en casposas producciones de estúpidos vodeviles. El segundo, su hijo treintañero, un inútil que vive instalado en la perpetua adolescencia, incapaz de asumir ningún compromiso ni encaminar sus pasos hacia ningún lado, con un ya largo currículum de carreras empezadas y abandonadas, efecto colateral de una concepción de la educación nacida al calor de mayo del 68. Pero Guillermo, que así se llama, es tremendamento simpático y atractivo, se lleva a las chicas de calle y se las arregla para que siempre haya alguien que le saque las castañas del fuego... un tipo peligroso, sin duda, que todo ser juicioso echaría rápidamente de su lado...

...que es justo lo que hace su madre (estupenda Rosa María Sardá), lo que le obliga a recalar en el pequeño apartamento en el que su padre vive junto a una actriz treinta años más joven que él; y esta circunstancia será el punto de partida para una curiosa evolución en la que, poco a poco, el padre irá poniendo en cuestión aquello en lo que él cree descansa su vida, y que no es más que una vacía mentira, los barrotes de una jaula que de repente se le vuelve asfixiante. Y el hijo, enfrentado a la exigencia paterna de que se busque un trabajo se verá, para su sorpresa, obligado a ejercer de padre de su progenitor, una situación viciada de origen porque en su relación de mutuo y recíproco aprovechamiento hablar de cariño es poco menos que un chiste de mal gusto.

Todo ello dará pie a escenas hilarantes, pero que van dejando un poso de amargura que termina por congelar la sonrisa cuando comprendemos que tenemos ante los ojos a dos nulidades exactamente iguales, separadas únicamente por la edad, y que en una sola tarde son capaces de dejar que se evapore lo único que tienen. Y a pesar de algunas convenciones y brochazos de guión, el conjunto transmite una rara autenticidad que nos engancha desde el primer fotograma para ya no abandonarnos hasta el final. Y cuando aparecen los títulos de crédito, nos hemos quedado con la sensación de haber visto buen cine, bien narrado y mejor actuado.

O sea, que la cosa tiene moraleja: cuidado con los prejuicios, y mea culpa (pero que no sirva de precedente).

VETE DE MÍ. España, 2006. Color, 90 min. Director: Víctor García León. Intérpretes: Juan Diego, Juan Diego Botto, Cristina Plazas, José Sazatornil "Saza", Esperanza Roy, Rosa María Sardá. Guión: Víctor García León y Jonás Trueba. Fotografía: Mischa Lluch. Música: David San José. Producción: Juan Gona. Vista en: Cine.

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