26 octubre 2008

MINUTOS MUSICALES (VI)


ASTURIAS NUNCA DIO TANTO MIEDO

Que el español Javier Navarrete es uno de los valores a tener en cuenta, sobre todo tras su nominación al Oscar por la banda sonora de El laberinto del fauno, es un secreto a voces. Y si algo no se puede negar es que es osado y atrevido: no hay más que echarle un oído al tema principal que utiliza en su score para Reflejos, la última entrega del
más que interesante Alexandre Aja. Porque, ¿cómo puede calificarse si no su decisión de utilizar la archiconocida pieza Asturias, de Isaac Albéniz, como eje central de la partitura de, no lo olvidemos, una película de terror? Y sin embargo, el resultado funciona, y resulta todo lo ominoso e inquietante que cabría esperar. Juzgadlo vosotros mismos:

Javier Navarrete, Asturias-Main Titles, de la BSO de Reflejos (2008) (1' 49")



CARTER BURWELL SE DISFRAZA DE PHILIP GLASS

Desde luego, si existen unos chicos de costumbres, ésos son los hermanos Coen, Ethan y Joel, Joel y Ethan (podéis escoger el orden que prefiráis, porque creo que nadie tiene muy claro dónde termina uno y dónde empieza otro... en lo artístico, claro). Y desde luego, no iban a cambiar la tradición en su nueva entrega, Quemar después de leer: pueden haber cambiado de director de fotografía, pasado a hacer obras de encargo... pero si hace falta una composición original para su película, ahí está su viejo amigo Carter Burwell, que no les falla... aunque a uno le queda la duda de si en realidad no será un pseudónimo de Philip Glass para hacer trabajillos extra porque, sinceramente, si me dicen que este tema lo había compuesto el de Las horas, me lo habría creído a pies juntillas. ¡Crédulo que es uno! Menos mal que el final de la pieza sí que es típicamente burwelliano...

Carter Burwell, Higher Patriotism, de la BSO de Quemar después de leer (2008) (1' 36")



CLINT SE PONE TRISTE

¡Anda que no me ha dado quebraderos de cabeza esta película! Salí tan entusiasmado, tan triste, tan emocionado, que no pude evitar recomendársela a todo el mundo. Y a punto he estado de quedarme sin chica, sin amigos... sin nada de nada, porque el comentario general fue: "¡menudo tostón!" En fin, ¿quién dijo que fuera fácil lo de recomendar películas? Eso sí: lo que resulta difícil negar es la sensibilidad de su tema principal, interpretado por Jamie Cullum, y cuya melodía (al igual que la partitura de toda la cinta) está compuesta por Clint Eastwood, ése al que aún quedan cortos de vista que se empeñan en verle únicamente como un chuleta republicano de gatillo fácil y machismo simple. Claro que la historia tiene su aquél: al parecer, la película ya tenía una banda sonora anterior pero, al verla San Clint (creo que en Sundance), se dirigió al director, James C. Strouse, para ofrecerle un score nuevo. Y Strouse aceptó, más que nada porque a una película independiente siempre le viene bien el respaldo de una vaca sagrada. Dos nominaciones a los Globos de Oro, una de ellas a la canción principal, parecen rubricar lo acertado de la idea... aunque seguramente Max Richter, autor de la partitura original, no debe de pensar precisamente lo mismo...

Clint Eastwood y Carol Bayer Sager, Grace Is Gone, de la BSO de La vida sin Grace (2007). Interpretada por Jamie Cullum (3' 13")


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Y hablando de cine...




Happy: Un cuento sobre la felicidad: Un personaje 100% Mike Leigh

Puede resultar un tanto desconcertante que Mike Leigh, quien tantos dramas nos ha despachado y sabido contar tan bien, haya optado por servirnos una comedia en... Leer más







Quemar después de leer: Los Coen no han vuelto de todo

No es país para viejos
fue una excelente noticia porque marcó el regreso de los hermanos Coen; pero aquélla, en cierta manera, era una cinta atípica en su filmografía, por... Leer más







Camino:
Carmen Elías y Nerea Camacho, entre lo mejor del año

Sobre el papel, podría parecer que el cambio de registro entre las películas anteriores de Javier Fesser y Camino es un salto sin red: de las comedias deudoras de los... Leer más

19 octubre 2008

DIFUMINARSE EN TIERRA DE NADIE


Vuelvo aquí sobre una película de la que ya hablé en su día: Los tres entierros de Melquiades Estrada. Pero es que resulta difícil encontrarse con un título como éste, que siga revelando detalles nuevos en cada visionado; y la opera prima de Tommy Lee Jones como director, apoyado en un extraordinario guión de Guillermo Arriaga, desde luego, es una de ellas.

Vaya por delante que voy a comentar cosas de la trama de la película; así que, si no la has visto y eres de los que no te gusta saber absolutamente nada sobre lo que vas a ver, te recomiendo que dejes la lectura aquí mismo y corras a hacerte con una copia de esta cinta que, estoy convencido, no te va a defraudar. Eso sí, más que un consejo, una necesidad: si siempre es más que recomendable ver las películas en versión original, en este caso resulta imprescindible porque, como sucede en Vicky Cristina Barcelona (y dejemos aquí el parecido, por Dios, que no es plan de cometer sacrilegios... respecto a la maravilla que nos ocupa, claro), hay secuencias que, sencillamente, pierden su significado al ser dobladas, por cuanto es importantísimo cuándo se habla en inglés y cuándo en español, sobre todo en el caso de un Tommy Lee Jones que cambia de un idioma a otro; y la incomprensión, o por el contrario la capacidad de comunicarse por encima de la barrera del idioma, vertebran algunos de los momentos clave de la cinta.

Pues bien, este fin de semana tuve la ocasión de volver a verla (por cuarta vez, creo), y por fin creo haber comprendido lo que es el eje fundamental de esta historia, en el fondo más simbólica de lo que parece en un primer momento, y en la que Peckinpah se da la mano con el universo de Juan Rulfo, donde la distancia entre los muertos y los vivos es mínima, y tanto unos como otros son capaces de perturbar la existencia de todos: el viaje que nos relata la cinta no es más que, en el fondo, la conversión del personaje de Mike Norton (interpretado por Barry Pepper) en un nuevo Melquiades Estrada; esto es, en una persona que, de tanto vivir en el desarraigo, ha terminado por perder cualquier conexión con lugar alguno: su familia, su mujer, sus hijos, ya no le reconocen, y es como si a fuerza de dejar que su identidad se difumine (espalda mojada en Estados Unidos, olvidado en su tierra, asesinado sin que a nadie le importe demasiado, enterrado por una excavadora sin que haya alguien que derrame alguna lágrima), haya dejado de existir mucho antes de que el patrullero le disparase por un estúpido error.

Quizá sea eso, y no otra cosa, lo que comprende Pete, el personaje de Tommy Lee Jones, cuando se inventa el lugar natal de Melquiades, como si se hubiese difuminado porque, en el fondo, las personas sin pasado ni futuro provienen de lugares atrapados en la nada como el pueblo de Jiménez cuya existen
cia todos desconocen. Por eso no tiene sentido que mate al personaje de Mike, porque entonces nos encontraríamos ante una simple venganza; motivada o no, pero venganza sin más. Porque hemos visto que la existencia de Mike en Nuevo México es, en el fondo, tan ficticia como la del propio Melquiades: podría estar ahí, pero en realidad podría estar en cualquier otro sitio, porque su vida se limita a una sucesión de días sin huella.

Queda, en el otro lado, el final del propio Pete. Y quizá tenga puntos en contacto con los otros dos: sin lazos reales de afecto, sin nada verdaderamente suyo, es como si los dos terminasen convertidos en una especie de espectros a los que no les quedará ya más que vagar por ese territorio indeterminado que, puestos a ponerle algún nombre, hemos venido en llamar “frontera”. Más allá de una línea que nadie en su sano juicio es capaz de ver, por mucho que alguien la trazara en un mapa, existe una zona de nadie en la que, como almas desarraigadas, los dos vivos y el muerto quedan atrapados. Y por eso Los tres entierros de Melquiades Estrada es capaz de albergar una poesía tan honda que sólo la soledad puede albergarla.



Rodrigo, cortometraje dirigido por Guillermo Arriaga (2000), un estupendo aperitivo a la espera de que nos llegue su debut en el l
argometraje, The Burning Plain


Y hablando de cine...



Tiro en la cabeza: Un aburrido y vacío ejercicio de onanismo visual

La violencia es una constante en el cine de Jaime Rosales. Desde luego, formaba parte esencial del retrato del psicópata que dibujaba en Las horas del día, y explotaba también sorpresivamente... Leer más


12 octubre 2008

DESCUBRIENDO LA PÓLVORA: "MATADERO CINCO", DE KURT VONNEGUT


En demasiadas ocasiones, cuando uno se acerca (aunque sea a destiempo, porque se supone que hace muchísimo que tenía que haberlos leído) a títulos míticos, se lleva un chasco. Y si de lo que hablamos es de los libros que fueron clave en esa cosa que vino en llamarse la contracultura, la posibilidad de que lo que nos caiga en las manos suene anticuado, ingenuo o poco provocador, se multiplica. A mí me ocurrió, durante bastante tiempo, con Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut. Poco importaba que, para un temprano aficionado a la ciencia-ficción como yo, se tratara de uno de los pocos libros que habían merecido la atención de la crítica literaria “seria”, hasta el punto de considerarse como uno de los títulos clave publicados en los convulsos Estados Unidos de los sesenta. Temía encontrarme con alguna desfasada crónica hippie o lisérgica, algo cuya potencia el tiempo habría desactivado rápidamente...

Hasta que leí que, entre los múltiples proyectos que Guillermo del Toro tiene en cartera (si logra sacar adelante aunque sólo sea el cincuenta por ciento de ellos, empezando por El Hobbit, será para hacerle un monumento, casi independientemente de su resultado artístico), estaba este pequeño volumen de Vonneg
ut. Y, llamadme snob o lo que queráis, fue el detonante para que finalmente me decidiera a echarle el ojo: si algo tengo claro, es que Del Toro, de tonto, no tiene un pelo. Y si cree que Matadero Cinco o La cruzada de los niños (pues ése es su título completo) aún es capaz de decirnos algo cuatro décadas después, es conveniente seguir su consejo.

No me arrepentí: Matadero Cinco es de los mejores libros que haya leído nunca.


Es bien sabido que el libro nace de las experiencias de Vonnegut
en la Segunda Guerra Mundial; más concretamente, del bombardeo de Dresde, una de las mayores carnicerías del siglo XX, en la que la ciudad entera, sin objetivos militares declarados y repleta de refugiados, fue borrada del mapa en tan sólo dos días de febrero de 1945, merced a una implacable acción de la aviación aliada que tenía más de venganza que otra cosa. Vonnegut da en el libro la cifra de 130.000 muertos, más que en Hiroshima (a lo largo de los años, se han barajado cifras que oscilan entre los 25.000 y los 350.000). Un hecho, por cierto, rápidamente silenciado tras la conclusión de la guerra, porque la única versión oficial posible era que sólo los nazis tenían el monopolio de la crueldad; y si aun así las tropas aliadas habían cometido algún exceso, al fin y al cabo los propios alemanes (y también los japoneses) se lo habían buscado.

Sin embargo, el p
ropio Vonnegut, que comienza el libro en un tono autobiográfico, confiesa su imposibilidad de narrar a la manera tradicional lo que allí sucedió, lo que vio. Por eso escoge un camino sorprendente: por un lado, porque utiliza el humor negro, salpicando las 188 páginas con algún momento realmente desternillante, por más que lo que esté contando sea terrible, y con el recurso a coletillas del lenguaje coloquial que funcionan como una rima interna que da una gran agilidad al texto. Pero su principal apuesta es escoger, más allá del primer capítulo, a un protagonista ficticio, Billy Pilgrim, un pobre hombre que se ve arrastrado al frente como ayudante del capellán de un regimiento, un modelo del ciudadano norteamericano medio que, una vez acabada la contienda, hará una fortuna llevando una vida aburrida y sin sobresaltos.

Hasta aquí, bien... salvo que, en un momento determinado, se nos revela que Billy Pilgrim confesó que, años después de la guerra, había sido raptado por un platillo volante que le había llevado al planeta Trafalmadore, donde había sido exhibido en un zoo y donde los extraterrestres le enseñaron que el tiempo no es lineal, tal y como lo entendemos, sino un todo en el que cada momento contiene todos los momentos posibles. Dicho de otro modo: donde no existe la muerte, porque todos podemos vivir simultáneamente cada momento de nuestra vida, de principio a fin, a nuestro antojo.

Y así, Billy Pilgrim aprende a trasladarse de un instante a otro de su existencia, de los bosques de Francia a su infancia, de su accidente de avión a su estancia en un campo de concentración alemán, del recuerdo de su oronda y aburrida esposa a su deambular por entre las ruinas de algo que anocheció siendo una ciudad y se despertó convertido en un paisaje lunar donde apenas destacaban montañas de escombros... Y curiosamente, el contraste continuo, el cambiar de una página a otra de tiempos y espacios, acaba componiendo un retrato enormemente poético, triste y desolador de la condición humana. Que Vonnegut sea capaz de iluminar el interior del ser humano con materiales aparentemente tan heterodoxos es lo que hace que penetre tan hasta el fondo, porque utiliza caminos que nadie había hollado y donde, por lo tanto, las palabras aún conservan intacto su significado. Matadero Cinco es, sin lugar a dudas, una obra tremendamente viva, que nos sigue interpelando, que arranca sonrisas y emociona hasta el tuétano, todo en uno. Así es.

¡Difícil papeleta, Guillermo!



En uno de los momentos más potentes del libro, Billy Pilgrim ve en la televisión un documental sobre el bombardeo de Dresde... proyectado al revés: ...La formación volaba hacia una ciudad alemana que era presa de las llamas. Cuando llegaron, los bombarderos abrieron sus portillones y merced a un milagroso magnetismo redujeron el fuego, concentrándolo en unos cilindros de acero que aspiraron hasta hacerlos entrar en sus entrañas [...] Cuando los bombarderos volvieron a sus bases, los cilindros de acero fueron sacados de sus estuches y devueltos en barcos a los Estados Unidos de América. Allí las fábricas funcionaban de día y de noche extrayendo el peligroso contenido de los recipientes. Lo conmovedor de la escena era que el trabajo lo realizaban, en su mayor parte, mujeres. Los minerales peligrosos eran enviados a especialistas que se encontraban en regiones lejanas. Su tarea consistía en enterrarlos y esconderlos bien para que así no volvieran a hacer daño a nadie... (traducción de Margarita García de Miró)

05 octubre 2008

FEOS, NADA CATÓLICOS... Y EN EL FONDO, SENTIMENTALES


“Mira, ahí sale otro guapo”. El comentario de mi amigo Carlos, con el que asistía al concierto de Rosendo y Barricada (más Aurora Beltrán), me hizo muchísima gracia. Y es que hay algo que no se puede negar: que tanto el estupendo Rosendo Mercado como el Drogas, son feos; feos con personalidad, incluso. Y ¿qué queréis que os diga? Me encanta. Me encanta que unos cuantos miles de personas estuviéramos apiñados disfrutando y cantando sus canciones, liberando bastante mala leche acumulada y disfrutando de tres horas de temas sin descanso.

Porque, sinceramente, ya está bien con la evolución que hemos vivido en los últimos tiempos. No sé cuál será la causa, si la crisis de las discográficas o la excesiva influencia del marketing, las relaciones públicas y el vacío de los dictadores de modas, pero hay un hecho evidente: si uno observa las listas de éxitos, más allá de la posible calidad de los intérpretes de los temas con los que más nos castigan desde emisoras, teles, internet y demás medios ciberaudiovisuales, tiene que llegar a la conclusión de que no basta con tener una buena voz, unas buenas canciones o unos buenos músicos... Bueno, pensándolo mejor, ni siquiera es necesario tener uno o dos de los elementos anteriores. Pero hay uno que bajo ningún concepto debe faltar: el (o la) cantante ha de ser guapo (o guapa). Eso sí que es im-pres-cin-di-ble.

Uno no puede evitar dejar de pensar que a la pobre Edith Piaf le hubiera esperado un destino más bien triste en los tiempos que corren; es más, muy probablemente le hubiera sido imposible salir del arroyo. Porque, sinceramente, ¿qué harían los ilustres representantes que manejan el cotarro musical con una mujer pequeña, malcarada, desagradable en el trato y, para colmo, sin ningún atractivo físico? ¿A alguien le importaría que tuviera una voz capaz de emocionar a las piedras? Por favor, si ni siquiera podríamos mostrarla en televisión o yendo a glamurosas fiestas, ¿qué haríamos con ella?

Y lo que más me mosquea es que, bajo esa aparente necesidad imperiosa de que los ídolos musicales tengan necesariamente que estar buenos (o buenas), se oculta algo aún más temible: el poder avasallador de una industria que tiene por principal objetivo la homogeneización y la reducción a unos estándares simplones que encuentren el mínimo (¡y tan mínimo!) común denominador que asegure una suficiente venta de copias y (cada vez más importante) una buena riada de espectadores que paguen los crecientes precios de las entradas de los conciertos. Porque, para colmo, son cada vez más guapos intercambiables, de un mismo tipo, unas bellezas indistinguibles entre sí que remite al mismo tipo de imagen: triunfadora, consumista, perfectamente calculada, que pueda ser fácilmente sustituida por otro clon en cuanto haya dado de sí todo lo que tiene dentro.

Por eso, con el permiso de los grandes Amy Winehouse y Pete Doherty, he de reconocer (aunque ya haya pasado a la historia, pero es que por entonces tenía el blog abandonado) que disfruté como un enano con todo el asunto Chikilicuatre, por lo que supuso de burla en todos los morros de este estado de cosas. Y por lo mismo, me desgañité hace un par de viernes coreando Agradecido, Pan de higo, Víctima u Oveja negra. Y reconfortaba no sólo ver alrededor a gente tan de la vida real como es uno (para bien o para mal), sino a unos tíos feos llenos de sangre en las venas a los que sí puedes creer cuando hablan de las cosas jodidas, y también de los pequeños placeres, de la vida. ¡Que se mueran los clones, que se mueran los clones, que no quede ninguno ninguno ninguno de clones!



Barricada, Víctima